Página 347 - Historia de los Patriarcas y Profetas (2008)

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Del Sinaí a Cades
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ese alimento se adaptaba a sus necesidades; pues a pesar de las
tribulaciones que soportaban, no había una sola persona enferma en
todas las tribus.
El corazón de Moisés desfalleció. Había suplicado para que Is-
rael no sea destruído, aun cuando esa destrucción habría permitido
que su propia posteridad se convirtiera en una gran nación. En su
amor por los hijos de Israel, había pedido que su propio nombre
fuera borrado del libro de la vida antes de que se los dejara pere-
cer. Lo había arriesgado todo por ellos, y esta era su respuesta. Lo
achacaban todas las tribulaciones que pasaban, aun los sufrimientos
imaginarios, y sus murmuraciones inicuas hacían doblemente pesada
la carga de cuidado y responsabilidad bajo la cual vacilaba. En su
angustia llegó hasta sentirse tentado a desconfiar de Dios. Su oración
fue casi una queja: “¿Por qué has hecho mal a tu siervo? ¿Y por
qué no he hallado gracia a tus ojos, que has puesto la carga de todo
este pueblo sobre mí? [...] ¿De dónde conseguiré yo carne para dar a
todo este pueblo? Porque vienen a mí llorando y diciendo: “Danos
carne para comer”. No puedo yo solo soportar a todo este pueblo: es
una carga demasiado pesada para mí”.
El Señor oyó su oración, y le ordenó convocar a setenta hombres
de entre los ancianos de Israel, hombres no solo con muchos años,
sino que poseyeran dignidad, sano juicio y experiencia. “Tráelos
-dijo- a la puerta del Tabernáculo de reunión, y que esperen allí
contigo. Yo descenderé y hablaré allí contigo; tomaré del espíritu
que está en ti y lo pondré en ellos, para que lleven contigo la carga
del pueblo y no la lleves tú solo”.
El Señor permitió a Moisés que él mismo escogiera los hombres
más fieles y eficientes para que compartieran la responsabilidad
con él. La influencia de ellos serviría para refrenar la violencia
del pueblo y reprimir la insurrección; no obstante, graves males
resultarían eventualmente del ascenso de ellos. Nunca habrían sido
escogidos si Moisés hubiera manifestado una fe correspondiente
a las pruebas que había presenciado del poder y de la bondad de
Dios. Pero había exagerado sus propios servicios y cargas, y casi
había perdido de vista el hecho de que no era sino el instrumento
por medio del cual Dios había obrado. No tenía excusa por haber
participado, aun en mínimo grado, del espíritu de murmuración que
era la maldición de Israel. Si hubiera confiado por completo en Dios,