Página 400 - Historia de los Patriarcas y Profetas (2008)

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Historia de los Patriarcas y Profetas
e inanimado, Cristo tiene poder y virtud en sí mismo para curar al
pecador arrepentido.
Aunque el pecador no puede salvarse a sí mismo, tiene sin em-
bargo algo que hacer para conseguir la salvación. “Al que a mí viene,
no lo echo fuera”.
Juan 6:37
. Pero debemos ir a él; y cuando nos
arrepentimos de nuestros pecados, debemos creer que nos acepta y
nos perdona. La fe es el don de Dios, pero el poder para ejercitarla
es nuestro. La fe es la mano de la cual se vale el alma para asir los
ofrecimientos divinos de gracia y misericordia.
Nada excepto la justicia de Cristo puede hacernos merecedores
de una sola de las bendiciones del pacto de la gracia. Muchos son los
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que durante largo plazo han deseado obtener estas bendiciones, pero
no las han recibido, porque han creído que podían hacer algo para
hacerse dignos de ellas. No apartaron las miradas de sí mismos ni
creyeron que Jesús es un Salvador absoluto. No debemos pensar que
nuestros propios méritos nos han de salvar; Cristo es nuestra única
esperanza de salvación. “En ningún otro hay salvación, porque no
hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos
ser salvos”.
Hechos 4:12
.
Cuando confiamos plenamente en Dios, cuando dependemos
de los méritos de Jesús como Salvador que perdona los pecados,
recibimos toda la ayuda que podamos desear. Nadie mire a sí mis-
mo, como si tuviera poder para salvarse. Precisamente porque no
podíamos salvarnos, Jesús murió por nosotros. En él se cifra nuestra
esperanza, nuestra justificación y nuestra justicia. Cuando vemos
nuestra naturaleza pecaminosa, no debemos abatirnos ni temer que
no tenemos Salvador, ni dudar de su misericordia hacia nosotros. En
ese mismo momento, nos invita a ir a él con nuestra debilidad, y ser
salvos.
Muchos de los israelitas no vieron ayuda en el remedio que el
cielo había designado. Por todas partes, los rodeaban los muertos y
moribundos, y sabían que, sin la ayuda divina, su propia suerte estaba
sellada; pero continuaban lamentándose y quejándose de sus heridas,
de sus dolores, de su muerte segura hasta que sus fuerzas se agotaron,
hasta que los ojos se les pusieron vidriosos, cuando podían haber
sido curados instantáneamente. Si conocemos nuestras necesidades,
no debemos dedicar todas nuestras fuerzas a lamentarnos acerca de
ellas. Aunque nos demos cuenta de nuestra condición impotente