La conquista de Basán
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por desfiladeros angostos y escarpados. En caso de ser derrotadas,
sus fuerzas podrían encontrar en aquel desierto de rocas un refugio
donde los extranjeros no podrían perseguirlas.
Seguro de su éxito, el rey salió con su enorme ejército a la
llanura abierta; mientras que se oían los gritos desafiantes que partían
de la meseta superior, donde se podían ver las lanzas de millares
deseosos de entrar en liza. Cuando los hebreos miraron la altura
de aquel gigante de gigantes que sobrepasaba a los soldados de su
ejército, cuando vieron los ejércitos que lo rodeaban y divisaron
la fortaleza aparentemente inexpugnable, detrás de la cual miles
de soldados invisibles estaban atrincherados, muchos corazones de
Israel temblaron de miedo. Pero Moisés estaba sereno y firme; el
Señor había dicho con respecto al rey de Basán: “No tengas temor
de él, porque en tus manos lo he entregado junto con todo su pueblo
y su tierra. Harás con él como hiciste con Sehón, el rey amorreo que
habitaba en Hesbón”.
Deuteronomio 3:2
.
La fe serena de su jefe inspiraba al pueblo a tener confianza en
Dios. Lo entregaron todo a su brazo omnipotente, y él no les faltó.
Ni los poderosos gigantes, ni las ciudades amuralladas, ni tampoco
los ejércitos armados y las fortalezas escarpadas podían subsistir
ante el Capitán de la hueste de Jehová. El Señor conducía al ejército;
el Señor desconcertó al enemigo; y obtuvo la victoria para Israel.
El gigantesco rey y su ejército fueron destruidos; y los israelitas
no tardaron en poseer toda la región. Así se borró de la faz de la
tierra esa gente extraña, que se había entregado a la iniquidad y a la
idolatría abominable.
En la conquista de Galaad y de Basán hubo muchos que re-
cordaron los acontecimientos que, casi cuarenta años antes, habían
condenado a Israel, en Cades, a una larga peregrinación por el desier-
to. Veían que el informe de los espías tocante a la tierra prometida
era correcto en muchos sentidos. Las ciudades estaban amuralladas
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y eran muy grandes, y las habitaban gigantes, frente a los cuales los
hebreos no eran sino pigmeos. Pero podían ver ahora que el fatal
error de sus padres fue desconfiar del poder de Dios. Únicamente
esto les había impedido entrar en seguida en la hermosa tierra.
La primera vez que se prepararon para entrar en Canaán eran
menos que ahora las dificultades que acompañaban la empresa. Dios
había prometido a su pueblo que si lo obedecía y oía su voz, iría