Página 440 - Historia de los Patriarcas y Profetas (2008)

Basic HTML Version

436
Historia de los Patriarcas y Profetas
la zarza ardiente y la invitación que se le diera de librar a Israel.
Volvió a presenciar, por el recuerdo, los grandes milagros que el
poder de Dios realizó en favor del pueblo escogido, y la misericordia
longánime que manifestó el Señor durante los años de peregrinaje
y rebelión. A pesar de todo lo que Dios había hecho en favor del
pueblo, a pesar de sus propias oraciones y labores, solamente dos
de todos los adultos que componían el vasto ejército que salió de
Egipto, fueron hallados bastante fieles como para entrar en la tierra
prometida. Mientras Moisés examinaba el resultado de sus arduas
labores, casi le pareció haber vivido en vano su vida de pruebas
y sacrificios. No se arrepentía, sin embargo, de haber llevado tal
carga. Sabía que Dios mismo le había asignado su misión y su obra.
Cuando se lo llamó por vez primera para que dirigiera a Israel y
lo sacara de la servidumbre, quiso eludir la responsabilidad; pero
desde que inició la obra, nunca depuso la carga. Aun cuando Dios
propuso relevarle a él, y destruir al rebelde Israel, Moisés no pudo
consentir en ello. Aunque sus pruebas habían sido grandes, había
recibido demostraciones especiales del favor de Dios; había obtenido
gran experiencia durante la estada en el desierto, al presenciar las
manifestaciones del poder y la gloria de Dios y al sentir la comunión
de su amor; comprendía que había decidido con prudencia al preferir
sufrir aflicciones con el pueblo de Dios más bien que gozar de los
placeres del pecado durante algún tiempo.
Mientras repasaba lo que había experimentado como jefe del
pueblo de Dios, veía que un solo acto malo manchaba su foja de
servicios. Sentía que si tan solo se pudiera borrar esa transgresión,
ya no rehuiría la muerte. Se le aseguró que todo lo que Dios pedía
era arrepentimiento y fe en el sacrificio prometido, y nuevamente
Moisés confesó su pecado e imploró perdón en el nombre de Jesús.
Se le presentó luego una visión panorámica de la tierra prometi-
da. Cada parte del país quedó desplegada ante sus ojos, no en realce
[451]
débil e incierto en la vaga lejanía, sino en lineamientos claros y
bellos que se destacaban ante sus ojos encantados. En esta escena
se le presentó esa tierra, no con el aspecto que tenía entonces sino
como había de llegar a ser bajo la bendición de Dios cuando sea
posesión de Israel. Le pareció estar contemplando un segundo Edén.
Había allí montañas cubiertas de cedros del Líbano, colinas que
asumían el color gris de sus olivares y la fragancia agradable de la