Página 479 - Historia de los Patriarcas y Profetas (2008)

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La repartición de Canaán
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pueblo sirvió para amonestar a Jerusalén. “Id ahora a mi lugar en
Silo, donde hice habitar mi nombre al principio -declaró el Señor
por medio del profeta Jeremías-, y ved lo que le hice por la maldad
de mi pueblo Israel [...], haré también a esta Casa, sobre la cual es
invocado mi nombre, en la que vosotros confiáis, y a este lugar que
os di a vosotros y a vuestros padres, como hice a Silo”.
Jeremías
7:12-14
.
“Y después que acabaron de repartir la tierra”, y cuando ya todas
las tribus habían recibido la heredad que les tocara, Josué presentó
su derecho. A él, como a Caleb, se le había prometido una herencia
especial; no pidió, sin embargo, una provincia grande, sino una
sola ciudad. “Le dieron la ciudad que él pidió; [...] y él reedificó
la ciudad, y habitó en ella”.
Josué 19:49, 50
. El nombre que se le
puso a la ciudad fue Timnat-sera, “la parte que sobra”, y atestiguó
para siempre el carácter noble y espíritu desinteresado del vencedor
que, en vez de ser el primero en apropiarse del botín de la victoria,
postergó su derecho hasta que los más humildes de su pueblo habían
recibido su parte.
Seis de las ciudades dadas a los levitas, tres a cada lado del
Jordán, fueron designadas como ciudades de refugio, a las cuales
pudieran huír los homicidas en busca de seguridad. La designación
de estas ciudades había sido ordenada por Moisés, para que en
ellas se refugiara “el homicida que hiera a alguien de muerte, sin
intención. Esas ciudades serán para refugiarse del vengador -dijo-,
y así no morirá el homicida antes de haber comparecido a juicio
delante de la congregación”.
Números 35:11, 12
. Lo que hacía
necesaria esta medida misericordiosa era la antigua costumbre de
vengarse particularmente, que encomendaba el castigo del homicida
al pariente o heredero más cercano al muerto. En los casos en que
la culpabilidad era clara y evidente, no era necesario esperar que
los magistrados juzgaran al homicida. El vengador podía buscarlo
y perseguirlo dondequiera que lo encontrara. El Señor no tuvo a
bien abolir esa costumbre en aquel entonces; pero tomó medidas
para afianzar la seguridad de los que sin intención quitaran la vida a
alguien.
Las ciudades de refugio estaban distribuidas de tal manera que
había una a medio día de viaje de cualquier parte del país. Los cami-
nos que conducían a ellas debían conservarse en buen estado; y a lo
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