El ungimiento de David
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El solitario pastorcillo se sorprendió al recibir la llamada ines-
perada del mensajero, que le anunció que el profeta había llegado a
Belén y le mandaba llamar. Preguntó asombrado por qué el profeta
y juez de Israel deseaba verlo; pero sin tardanza alguna obedeció al
llamamiento. “Era rubio, de hermoso parecer y de bello aspecto”.
Mientras Samuel miraba con placer al joven pastor, bien parecido,
varonil y modesto, le habló la voz del Señor diciendo: “Levántate y
úngelo, porque este es”. En el humilde cargo de pastor, David había
demostrado que era valeroso y fiel; y ahora Dios le había escogido
para que fuera el capitán de su pueblo. “Samuel tomó el cuerno del
aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. A partir de aquel día
vino sobre David el espíritu de Jehová”. El profeta había cumplido
la obra que se le había designado, y con el corazón aliviado regresó
a Ramá.
Samuel no había hablado de su misión, ni siquiera a la familia
de Isaí, y realizó en secreto la ceremonia del ungimiento de David.
Fue para el joven un anunció del destino elevado que le esperaba,
para que en medio de todos los diversos incidentes y peligros de sus
años venideros, este conocimiento lo inspirara a ser fiel al propósito
que Dios quería lograr por medio de su vida.
El gran honor conferido a David no lo ensoberbeció. A pesar del
elevado cargo que había de desempeñar, siguió tranquilamente en su
ocupación, contento de esperar el desarrollo de los planes del Señor
a su tiempo y manera. Tan humilde y modesto como antes de su
ungimiento, el pastorcillo regresó a las colinas, para vigilar y cuidar
sus rebaños tan cariñosamente como antes. Pero con nueva inspira-
ción componía sus melodías, y tocaba el arpa. Ante él se extendía
un panorama de belleza rica y variada. Las vides, con sus racimos,
brillaban al sol. Los árboles del bosque, con su verde follaje, se me-
cían con la brisa. Veía al sol, que inundaba los cielos de luz, saliendo
como un novio de su aposento, y regocijándose como hombre fuerte
que va a correr una carrera. Allí estaban las imponentes cumbres
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de los cerros que se elevaban hacia el firmamento; en la lejanía se
destacaban las peñas estériles de la montaña amurallada de Moab; y
sobre todo se extendía el azul suave de la bóveda celestial.
Y más allá estaba Dios. Él no podía verlo, pero sus obras ento-
naban alabanzas. La luz del día, al dorar el bosque y la montaña, el
prado y el arroyo, elevaba a la mente y la inducía a contemplar al