Página 629 - Historia de los Patriarcas y Profetas (2008)

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La magnanimidad de David
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La justicia se había pervertido, y el orden se había convertido en
confusión.
Dios llamó al descanso a su anciano siervo precisamente cuando
la nación estaba agobiada por luchas internas, y parecía más necesa-
rio que nunca el consejo sereno y piadoso de Samuel. El pueblo se
hacía amargas reflexiones cuando miraba el silencioso sepulcro del
profeta y recordaba cuán insensato había sido al rechazarlo como
gobernante; porque había estado tan estrechamente relacionado con
el cielo, que parecía vincular a todo Israel ante el trono de Jehová.
Samuel era quien les había enseñado a amar y obedecer a Dios; pero
ahora que había muerto, el pueblo se veía abandonado a la merced
de un rey unido a Satanás, que iba separándolo de Dios y del cielo.
David no pudo asistir al entierro de Samuel; pero lloró por él tan
profunda y tiernamente como un hijo fiel habría llorado por un padre
amante. Sabía que la muerte de Samuel había roto otra ligadura que
refrenaba las acciones de Saúl, y se sintió menos seguro que cuando
el profeta vivía. Mientras Saúl dedicaba su atención a lamentar la
muerte de Samuel, David aprovechó la ocasión para buscar un sitio
más seguro, y huyó al desierto de Parán. Allí fue donde compuso el
salmo 120 y el salmo 121. En ese desierto desolado, sabiendo que el
profeta estaba muerto y que el rey era su enemigo, cantó así:
“Mi socorro viene de Jehová,
que hizo los cielos y la tierra.
No dará tu pie al resbaladero
ni se dormirá el que te guarda.
Por cierto, no se adormecerá
ni dormirá el que guarda a Israel.
Jehová es tu guardador,
Jehová es tu sombra a tu mano derecha.
El sol no te fatigará de día ni la luna de noche.
Jehová te guardará de todo mal,
él guardará tu alma.
Jehová guardará tu salida y tu entrada
desde ahora y para siempre”.
Salmos 121:2-8
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Mientras David y sus hombres estaban en el desierto de Parán,
protegieron de las depredaciones de los merodeadores los rebaños