David en Siclag
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incursiones en la tierra de ellos. Habían sorprendido la pequeña
ciudad mientras estaba indefensa, y después de saquearla y quemar-
la, habían partido, llevándose a todas las mujeres y los niños como
cautivos, con mucho botín.
Mudos de horror y de asombro, David y sus hombres se queda-
ron un momento mirando en silencio las ruinas negras y humeantes.
Luego se apoderó de ellos un sentido de terrible desolación, y aque-
llos guerreros con cicatrices de antiguas batallas, “alzaron su voz y
lloraron, hasta que les faltaron las fuerzas para llorar”.
Con esto David era castigado una vez más por la falta de fe que
le había llevado a colocarse entre las filas de los filisteos. Tenía
ahora oportunidad de ver cuánta seguridad había entre los enemigos
de Dios y de su pueblo. Los seguidores de David se volvieron
contra él y lo acusaron de ser la causa de sus calamidades. Había
provocado la venganza de los amalecitas al atacarlos; y sin embargo,
confiando demasiado en su seguridad entre sus enemigos, había
dejado la ciudad sin resguardo alguno. Enloquecidos de dolor y de
ira, sus soldados estaban ahora dispuestos a tomar cualquier medida
desesperada, y hasta llegaron a amenazar con apedrear a su jefe.
David parecía privado de todo apoyo humano. Había perdido
todo lo que apreciaba en la tierra. Saúl lo había expulsado de su
país; los filisteos lo habían echado de su campamento; los amalecitas
habían saqueado su ciudad; sus esposas e hijos habían sido hechos
prisioneros; y sus propios amigos y familiares se habían unido contra
él y hasta lo amenazaron con la muerte. En esta hora de suma grave-
dad, David, en lugar de permitir que su mente se espaciara en esas
circunstancias dolorosas, imploró vehementemente la ayuda de Dios.
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“Halló fortaleza en Jehová su Dios”. Repasó su vida agitada por
tantos acontecimientos. ¿En qué circunstancias lo había abandonado
el Señor? Su alma se refrigeró recordando las muchas evidencias
del favor de Dios. Los hombres de David, por su descontento y su
impaciencia, hacían doblemente penosa su aflicción; mas el hombre
de Dios, teniendo aun mayores motivos para acongojarse, se portó
con valor. “En el día que temo, yo en ti confío” (
Salmos 56:3
), fue
lo que expresó su corazón. Aunque no lograba ver una salida de esta
dificultad, Dios podía verla, y le enseñaría lo que debía hacer.
Mandó llamar a Abiatar, el sacerdote, hijo de Ahimelec, y “¿per-
seguiré a esta banda de salteadores? ¿Los podré alcanzar? Él le dijo: