David llevado al trono
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a cabo con calma y dignidad como convenía a la gran obra que se
estaba haciendo. Cerca de medio millón de los antiguos súbditos de
Saúl llenaron Hebrón y sus inmediaciones. Las colinas y los valles
rebosaban de multitudes. Se designó la hora para la coronación; el
hombre que había sido expulsado de la corte de Saúl, que había
huido a las montañas, las colinas y las cuevas de la tierra para salvar
la vida iba a recibir el honor más alto que puedan conferir a hombre
alguno sus semejantes. Los sacerdotes y los ancianos, vestidos con
los hábitos de su sagrado oficio, los capitanes y los soldados con
relumbrantes lanzas y yelmos, y los forasteros de lejanas comarcas,
estaban allí para presenciar la coronación del rey escogido.
David estaba vestido con el manto real. El sumo sacerdote de-
rramó el aceite sagrado sobre su frente, pues la unción hecha por
Samuel había sido profética de lo que sucedería en la coronación del
rey. La hora había llegado, y por este rito solemne David fue con-
sagrado en su cargo como vicegerente de Dios. El cetro fue puesto
en sus manos. Se escribió el pacto de su justa soberanía, y el pueblo
formuló sus promesas de lealtad. Se le colocó la diadema en la fren-
te, y así terminó la ceremonia de la coronación. Israel tenía ahora
un rey designado por Dios. El que había esperado pacientemente al
Señor, vio cumplirse la promesa de Dios. “E iba David adelantando
y engrandeciéndose, y Jehová Dios de los ejércitos estaba con él”.
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Samuel 5:10
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