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Historia de los Patriarcas y Profetas
Así perecieron los causantes de la rebelión en Israel. Ahitofel
había muerto por su propia mano. Absalón, el de aspecto principesco,
cuya hermosura gloriosa había sido el orgullo de Israel, había sido
abatido en pleno vigor de la juventud, su cadáver arrojado a un hoyo
y cubierto de un montón de piedras, en señal de oprobio eterno.
Durante su vida Absalón se había construído un monumento costoso
en el valle del rey, pero el único monumento que marcó su tumba
fue aquel montón de piedras en el desierto.
Una vez muerto el jefe de la rebelión, Joab mandó a tocar la
trompeta para llamar a su ejército que perseguía a la hueste enemiga
en su huida, y en seguida se enviaron mensajeros para que llevaran
las noticias al rey.
El vigía que estaba sobre la muralla de la ciudad, mirando hacia
el campo de batalla, visualizó a un hombre que venía corriendo
solo. Pronto un segundo hombre se hizo visible. Mientras el primero
se acercaba, el centinela le dijo al rey, que esperaba a un lado de
la puerta: “Me parece que el primero corre como Ahimaas hijo
de Sadoc. “Ese es hombre de bien y viene con buenas noticias”,
dijo entonces el rey. Cuando Ahimaas se acercó, dijo al rey en alta
voz: Paz. Y postrándose en tierra delante del rey, le dijo: “Bendito
sea Jehová, tu Dios, que ha entregado a los hombres que habían
levantado sus manos contra mi señor, el rey””. A la pregunta ansiosa
del rey: “¿El joven Absalón está bien?” Ahimaas dio una respuesta
evasiva.
Vino el segundo mensajero, gritando: “Traigo buenas noticias
para mi señor, el rey: hoy Jehová ha librado tu causa de manos de
todos los que se habían levantado contra ti”. Nuevamente salió de los
labios del padre la pregunta ansiosa: “¿El joven Absalón está bien?”
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No pudiendo ocultar el mensajero la grave noticia, le contestó: “Que
a los enemigos de mi señor les vaya como a aquel joven, y a todos
los que se levanten contra ti para mal”.
Esto bastó. David no hizo más preguntas, sino que cabizbajo,
“decía: “¡Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón! ¡Quién me
diera haber muerto en tu lugar, Absalón, hijo mío, hijo mío!””.
El ejército victorioso, regresando del campo de batalla, se acer-
caba a la ciudad, y sus gritos de triunfo repercutían por las colinas
vecinas. Pero al entrar por la puerta de la ciudad, sus gritos se apaga-
ban, sus manos dejaban bajar los estandartes, y con mirada abatida,