Página 129 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

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La prueba de la fe
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pero la orden de Dios resonaba en sus oídos: “Toma ahora tu hijo,
tu único, Isaac, a quien amas.” Aquel mandato debía ser obedecido,
y él no se atrevió a retardarse. La luz del día se aproximaba, y debía
ponerse en marcha.
Abrahán regresó a su tienda, y fué al sitio donde Isaac dormía
profundamente el tranquilo sueño de la juventud y la inocencia.
Durante unos instantes el padre miró el rostro amado de su hijo, y se
alejó temblando. Fué al lado de Sara, quien también dormía. ¿Debía
despertarla, para que abrazara a su hijo por última vez? ¿Debía
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comunicarle la exigencia de Dios? Anhelaba descargar su corazón
compartiendo con su esposa esta terrible responsabilidad; pero se
vió cohibido por el temor de que ella le pusiera obstáculos. Isaac era
la delicia y el orgullo de Sara; la vida de ella estaba ligada a él, y el
amor materno podría rehusar el sacrificio.
Abrahán, por último, llamó a su hijo y le comunicó que había
recibido el mandato de ofrecer un sacrificio en una montaña dis-
tante. A menudo había acompañado Isaac a su padre para adorar
en algunos de los distintos altares que señalaban su peregrinaje, de
modo que este llamamiento no le sorprendió, y pronto terminaron
los preparativos para el viaje. Se alistó la leña y se la cargó sobre un
asno, y acompañados de dos siervos principiaron el viaje.
Padre e hijo caminaban el uno junto al otro en silencio. El patriar-
ca, reflexionando en su pesado secreto, no tenía valor para hablar.
Pensaba en la amante y orgullosa madre, y en el día en que él habría
de regresar solo adonde ella estaba. Sabía muy bien que, al quitarle
la vida a su hijo, el cuchillo heriría el corazón de ella.
Aquel día, el más largo en la vida de Abrahán, llegó lentamente
a su fin. Mientras su hijo y los siervos dormían, él pasó la noche en
oración, todavía con la esperanza de que algún mensajero celestial
viniese a decirle que la prueba era ya suficiente, que el joven podía
regresar sano y salvo a su madre. Pero su alma torturada no recibió
alivio. Pasó otro largo día y otra noche de humillación y oración,
mientras la orden que lo iba a dejar sin hijo resonaba en sus oídos.
Satanás estaba muy cerca de él susurrándole dudas e incredulidad;
pero Abrahán rechazó sus sugerencias. Cuando se disponían a princi-
piar la jornada del tercer día, el patriarca, mirando hacia el norte, vió
la señal prometida, una nube de gloria, que cubría el monte Moria, y
comprendió que la voz que le había hablado procedía del cielo.