Página 159 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

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Jacob y Esaú
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realizar secretamente la solemne ceremonia. En conformidad con la
costumbre de hacer un festín en tales ocasiones, el patriarca mandó
a Esaú: “Sal al campo, y cógeme caza; y hazme un guisado, ... para
que te bendiga mi alma antes que muera.” Véase
Génesis 27
.
Rebeca adivinó su propósito. Estaba convencida de que era
contrario a lo que Dios le había revelado como su voluntad. Isaac
estaba en peligro de desagradar al Señor y de excluir a su hijo menor
de la posición a la cual Dios le había llamado. En vano había tratado
de razonar con Isaac, por lo que decidió recurrir a un ardid.
Apenas Esaú se puso en camino para cumplir su encargo, empezó
Rebeca a realizar su intención. Refirió a Jacob lo que había sucedido,
y le apremió con la necesidad de obrar en seguida, para impedir
que la bendición se diera definitiva e irrevocablemente a Esaú. Le
aseguró que si obedecía sus instrucciones obtendría la bendición,
como Dios lo había prometido. Jacob no consintió en seguida en
apoyar el plan que ella propuso. La idea de engañar a su padre
le causaba mucha aflicción. Le parecía que tal pecado le traería
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una maldición más bien que bendición. Pero sus escrúpulos fueron
vencidos y procedió a hacer lo que le sugería su madre. No era
su intención pronunciar una mentira directa, pero cuando estuvo
ante su padre, le pareció que había ido demasiado lejos para poder
retroceder, y valiéndose de un engaño obtuvo la codiciada bendición.
Jacob y Rebeca triunfaron en su propósito, pero por su engaño
no se granjearon más que tristeza y aflicción. Dios había declarado
que Jacob debía recibir la primogenitura y si hubiesen esperado con
confianza hasta que Dios obrara en su favor, la promesa se habría
cumplido a su debido tiempo. Pero, como muchos que hoy profesan
ser hijos de Dios, no quisieron dejar el asunto en las manos del
Señor. Rebeca se arrepintió amargamente del mal consejo que había
dado a su hijo; pues fué la causa de que quedara separada de él y
nunca más volviera a ver su rostro. Desde la hora en que recibió la
primogenitura, Jacob se sintió agobiado por la condenación propia.
Había pecado contra su padre, contra su hermano, contra su propia
alma, y contra Dios. En sólo una hora se había acarreado una larga
vida de arrepentimiento. Esta escena estuvo siempre presente ante
él en sus años postrimeros, cuando la mala conducta de sus propios
hijos oprimía su alma.