Página 165 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

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Huida y destierro de Jacob
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ángeles celestiales. En vista de estas innumerables bendiciones de-
biera preguntarse muchas veces con corazón humilde y agradecido:
“¿Qué pagaré a Jehová por todos sus beneficios para conmigo?”
Salmos 116:12
.
Nuestro tiempo, nuestros talentos y nuestros bienes debieran
dedicarse en forma sagrada al que nos confió estas bendiciones.
Cada vez que se obra en nuestro favor una liberación especial, o
recibimos nuevos e inesperados favores, debiéramos reconocer la
bondad de Dios, expresando nuestra gratitud no sólo en palabras,
sino, como Jacob, mediante ofrendas y dones para su causa. Así
como recibimos constantemente las bendiciones de Dios, también
hemos de dar sin cesar.
“Y de todo lo que me dieres—dijo Jacob,—el diezmo lo he de
apartar para ti.” Nosotros que gozamos de la clara luz y de los privi-
legios del Evangelio, ¿nos contentaremos con darle a Dios menos
de lo que daban aquellos que vivieron en la dispensación anterior
menos favorecida que la nuestra? De ninguna manera. A medida
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que aumentan las bendiciones de que gozamos, ¿no aumentan nues-
tras obligaciones en forma correspondiente? Pero ¡cuán en poco
las tenemos! ¡Cuán imposible es el esfuerzo de medir con reglas
matemáticas lo que le debemos en tiempo, dinero y afecto, en res-
puesta a un amor tan inconmensurable y a una dádiva de valor tan
inconcebible! ¡Los diezmos para Cristo! ¡Oh, mezquina limosna,
pobre recompensa para lo que ha costado tanto! Desde la cruz del
Calvario, Cristo nos pide una consagración sin reservas. Todo lo que
tenemos y todo lo que somos, lo debiéramos dedicar a Dios.
Con nueva y duradera fe en las promesas divinas, y seguro de
la presencia y la protección de los ángeles celestiales, prosiguió
Jacob su jornada “a la tierra de los orientales.” Pero ¡qué diferencia
entre su llegada y la del mensajero de Abrahán, casi cien años antes!
El servidor había venido con un séquito montado en camellos, y
con ricos regalos de oro y plata; Jacob llegaba solo, con los pies
lastimados, sin más posesión que su cayado. Como el siervo de
Abrahán, Jacob se detuvo cerca de un pozo, y fué allí donde conoció
a Raquel, la hija menor de Labán. Ahora fué Jacob quien prestó sus
servicios, quitando la piedra de la boca del pozo y dando de beber al
ganado. Después de haber manifestado su parentesco, fué acogido
en casa de Labán. Aunque llegó sin herencia ni acompañamiento,