Página 19 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

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El origen del mal
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fieles apoyaron la sabiduría y la justica del decreto divino, y así tra-
taron de reconciliar al descontento Lucifer con la voluntad de Dios.
Cristo era el Hijo de Dios. Había sido uno con el Padre antes que
los ángeles fuesen creados. Siempre estuvo a la diestra del Padre; su
supremacía, tan llena de bendiciones para todos aquellos que estaban
bajo su benigno dominio, no había sido hasta entonces disputada.
La armonía que reinaba en el cielo nunca había sido interrumpida.
¿Por qué debía haber ahora discordia? Los ángeles leales podían ver
sólo terribles consecuencias como resultado de esta disensión, y con
férvidas súplicas aconsejaron a los descontentos que renunciasen a
su propósito y se mostrasen leales a Dios mediante la fidelidad a su
gobierno.
Con gran misericordia, según su divino carácter, Dios soportó por
mucho tiempo a Lucifer. El espíritu de descontento y desafecto no
se había conocido antes en el cielo. Era un elemento nuevo, extraño,
misterioso e inexplicable. Lucifer mismo, al principio, no entendía
la verdadera naturaleza de sus sentimientos; durante algún tiempo
había temido dar expresión a los pensamientos y a las imaginaciones
de su mente; sin embargo no los desechó. No veía el alcance de
su extravío. Para convencerlo de su error, se hizo cuanto esfuerzo
podían sugerir la sabiduría y el amor infinitos. Se le probó que
su desafecto no tenía razón de ser, y se le hizo saber cuál sería el
resultado si persistía en su rebeldía.
Lucifer quedó convencido de que se hallaba en el error. Vió que
“justo es Jehová en todos sus caminos, y misericordioso en todas
sus obras” (
Salmos 145:17
), que los estatutos divinos son justos, y
que debía reconocerlos como tales ante todo el cielo. De haberlo
hecho, podría haberse salvado a sí mismo y a muchos ángeles. Aún
no había desechado completamente la lealtad a Dios. Aunque había
abandonado su puesto de querubín cubridor, si hubiese querido vol-
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ver a Dios, reconociendo la sabiduría del Creador y conformándose
con ocupar el lugar que se le asignó en el gran plan de Dios, habría
sido restablecido en su puesto.
Había llegado el momento de hacer una decisión final; él debía
someterse completamente a la divina soberanía o colocarse en abierta
rebelión. Casi decidió volver sobre sus pasos, pero el orgullo no se
lo permitió. Era un sacrificio demasiado grande para quien había
sido honrado tan altamente el tener que confesar que había errado,