Página 207 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

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José y sus hermanos
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comunión con el Monarca más poderoso; y ahora con consciente
superioridad, alzó las manos y bendijo a Faraón.
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En su primer saludo a José, Jacob habló como si con esta con-
clusión jubilosa de su largo dolor y ansiedad, estuviese listo para
morir. Pero todavía se le otorgaron diecisiete años en el quieto retiro
de Gosén. Estos años fueron un feliz contraste con los que los ha-
bían precedido. Jacob vió en sus hijos evidencias de un verdadero
arrepentimiento. Vió a su familia rodeada de todas las condiciones
necesarias para convertirse en una gran nación; y su fe se afirmó en
la segura promesa de su futuro establecimiento en Canaán. El mismo
estaba rodeado de todas las demostraciones de amor y favor que el
primer ministro de Egipto podía dispensar; y feliz en la compañía de
su hijo por tanto tiempo perdido, descendió quieta y apaciblemente
al sepulcro.
Cuando sintió que se aproximaba la muerte, mandó llamar a José.
Aferrándose siempre con firmeza a la promesa de Dios referente a la
posesión de Canaán, dijo: “Ruégote que no me entierres en Egipto.
Mas cuando durmiere con mis padres, llevarme has de Egipto, y me
sepultarás en el sepulcro de ellos.” José prometió hacerlo, pero Jacob
no estaba satisfecho con esto; le pidió que le jurara solemnemente
que le enterraría junto a sus padres en la cueva de Macpela.
Otro asunto importante exigía atención; los hijos de José habían
de ser formalmente recibidos entre los hijos de Israel. A la última
entrevista con su padre, José llevó consigo a Efraín y Manasés.
Estos jóvenes estaban ligados por parte de su madre a la orden
más alta del sacerdocio egipcio; y si ellos eligieran unirse a los
egipcios, la posición de su padre les abriría el camino a la opulencia
y la distinción. Pero José deseaba que ellos se unieran a su propio
pueblo. Manifestó su fe en la promesa del pacto, en favor de sus
hijos, renunciando a todos los honores de la corte egipcia a cambio
de un lugar entre las despreciadas tribus de pastores a quienes se
habían confiado los oráculos de Dios.
Dijo Jacob: “Y ahora tus dos hijos Ephraim y Manasés, que te
nacieron en la tierra de Egipto, antes que viniese a ti a la tierra de
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Egipto, míos son; como Rubén y Simeón, serán míos.” Habían de
ser adoptados como sus propios hijos, y llegarían a ser jefes de tribus
separadas. De esa manera uno de los privilegios de la primogenitura,