Página 237 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

Basic HTML Version

Las plagas de Egipto
233
te era crimen punible de muerte. Sería imposible para los hebreos
adorar en Egipto sin ofender a sus amos.
Moisés volvió a pedir al monarca que se les permitiese inter-
narse tres días de camino en el desierto. El rey consintió, y rogó
a los siervos de Dios que implorasen que la plaga fuese quitada.
Ellos prometieron hacerlo, pero le advirtieron que no los tratara
engañosamente. Se detuvo la plaga, pero el corazón del rey se había
endurecido por la rebelión pertinaz, y todavía se negó a ceder.
Siguió un golpe más terrible; la peste atacó a todo el ganado
egipcio que estaba en los campos. Tanto los animales sagrados como
las bestias de carga, las vacas, bueyes, ovejas, caballos, camellos
y asnos, todos fueron destruídos. Se había dicho claramente que
los hebreos serían exonerados; y Faraón, al enviar mensajeros a las
casas de los israelitas, comprobó la veracidad de esta declaración de
Moisés. “Del ganado de los hijos de Israel no murió uno.” Todavía
[272]
el rey se mantenía obstinado.
Se le ordenó entonces a Moisés que tomase cenizas del horno
y que las esparciese hacia el cielo delante de Faraón. Este acto fué
profundamente significativo. Cuatrocientos años antes, Dios había
mostrado a Abrahán la futura opresión de su pueblo, bajo la figura de
un horno humeante y una lámpara encendida. Había declarado que
visitaría con sus juicios a sus opresores, y que sacaría a los cautivos
con grandes riquezas. En Egipto los israelitas habían languidecido
durante mucho tiempo en el horno de la aflicción. Este acto de
Moisés les garantizaba que Dios recordaba su pacto y que había
llegado el momento de la liberación.
Cuando se esparcieron las cenizas hacia el cielo, las diminutas
partículas se diseminaron por toda la tierra de Egipto, y doquiera
cayeran producían granos, “tumores apostemados así en los hombres,
como en las bestias.” Hasta entonces los sacerdotes y los magos
habían alentado a Faraón en su obstinación, pero ahora el castigo
los había alcanzado también a ellos. Atacados por una enfermedad
repugnante y dolorosa, ya no pudieron luchar contra el Dios de
Israel, y el poder del que habían alardeado los hizo despreciables.
Toda la nación vió cuán insensato era confiar en los magos, ya que
ni siquiera podían protegerse a sí mismos.
Pero el corazón de Faraón seguía endureciéndose. Entonces el
Señor le envió un mensaje que decía: “Yo enviaré esta vez todas