Página 291 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

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La idolatría en el Sinaí
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De todos los pecados que Dios castigará, ninguno es más grave
ante sus ojos que el de aquellos que animan a otros a cometer el mal.
Dios quisiera que sus siervos demuestren su lealtad reprendiendo
fielmente la transgresión, por penoso que sea hacerlo. Aquellos que
han recibido el honor de un mandato divino, no han de ser débiles y
dóciles contemporizadores. No han de perseguir la exaltación propia
ni evitar los deberes desagradables, sino que deben realizar la obra
de Dios con una fidelidad inflexible.
Aunque al perdonar la vida a Israel, Dios había concedido lo pe-
dido por Moisés, su apostasía había de castigarse señaladamente. Si
la licencia e insubordinación en que Aarón les había permitido caer
no se reprimían prestamente, concluirían en una abierta impiedad
y arrastrarían a la nación a una perdición irreparable. El mal debe
eliminarse con inflexible severidad.
Poniéndose a la entrada del campamento, Moisés clamó ante
el pueblo: “¿Quién es de Jehová? júntese conmigo.” Los que no
habían participado en la apostasía debían colocarse a la derecha
de Moisés; los que eran culpables, pero se habían arrepentido, a la
izquierda. La orden fué obedecida. Se encontró que la tribu de Leví
no había participado del culto idólatra. Entre las otras tribus había
muchos que, aunque habían pecado, manifestaron arrepentimiento.
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Pero un gran grupo formado en su mayoría por la “multitud mixta,”
que instigara la fundición del becerro, persistió tercamente en su
rebelión.
En el nombre del Señor Dios de Israel, Moisés ordenó a los
que estaban a su derecha y que se habían mantenido limpios de la
idolatría, que empuñaran sus espadas y dieran muerte a todos los que
persistían en la rebelión. “Y cayeron del pueblo en aquel día como
tres mil hombres.” Sin tomar en cuenta la posición, la parentela ni
la amistad, los cabecillas de la rebelión fueron exterminados; pero
todos los que se arrepintieron y humillaron, alcanzaron perdón.
Los que llevaron a cabo este terrible castigo, al ejecutar la senten-
cia del Rey del cielo, procedieron en nombre de la autoridad divina.
Los hombres deben precaverse de cómo en su ceguedad humana
juzgan y condenan a sus semejantes; pero cuando Dios les ordena
ejecutar su sentencia sobre la iniquidad, deben obedecer. Los que
cumplieron ese penoso acto, manifestaron con ello que aborrecían
la rebelión y la idolatría, y se consagraron más plenamente al servi-