Página 443 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

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La muerte de Moisés
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el Señor durante los años de peregrinaje y rebelión. A pesar de
todo lo que Dios había hecho en favor del pueblo, a pesar de sus
propias oraciones y labores, solamente dos de todos los adultos que
componían el vasto ejército que salió de Egipto, fueron hallados
bastante fieles para entrar en la tierra prometida. Mientras Moisés
examinaba el resultado de sus arduas labores, casi le pareció haber
vivido en vano su vida de pruebas y sacrificios. No se arrepentía,
sin embargo, de haber llevado tal carga. Sabía que Dios mismo le
había asignado su misión y su obra. Cuando se le llamó por vez
primera para que acaudillara a Israel y lo sacara de la servidumbre,
quiso eludir la responsabilidad; pero desde que inició la obra, nunca
depuso la carga. Aun cuando Dios propuso relevarle a él, y destruir al
rebelde Israel, Moisés no pudo consentir en ello. Aunque sus pruebas
habían sido grandes, había recibido demostraciones especiales del
favor de Dios; había obtenido gran experiencia durante la estada en
el desierto, al presenciar las manifestaciones del poder y la gloria
de Dios y al sentir la comunión de su amor; comprendía que había
decidido con prudencia al preferir sufrir aflicciones con el pueblo de
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Dios más bien que gozar de los placeres del pecado durante algún
tiempo.
Mientras repasaba lo que había experimentado como jefe del
pueblo de Dios, veía que un solo acto malo manchaba su foja de
servicios. Sentía que si tan sólo se pudiera borrar esa transgresión,
ya no rehuiría la muerte. Se le aseguró que todo lo que Dios pedía
era arrepentimiento y fe en el sacrificio prometido, y nuevamente
Moisés confesó su pecado e imploró perdón en el nombre de Jesús.
Se le presentó luego una visión panorámica de la tierra de pro-
misión. Cada parte del país quedó desplegada ante sus ojos, no en
realce débil e incierto en la vaga lejanía, sino en lineamientos claros
y bellos que se destacaban ante sus ojos encantados. En esta esce-
na se le presentó esa tierra, no con el aspecto que tenía entonces
sino como había de llegar a ser bajo la bendición de Dios cuando
estuviese en posesión de Israel. Le pareció estar contemplando un
segundo Edén. Había allí montañas cubiertas de cedros del Líbano,
colinas que asumían el color gris de sus olivares y la fragancia agra-
dable de la viña, anchurosas y verdes planicies esmaltadas de flores
y fructíferas; aquí se veían las palmeras de los trópicos, allá los
undosos campos de trigo y cebada, valles asoleados en los que se