Página 445 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

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La muerte de Moisés
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de angustia, y su simpatía con el pesar del Hijo de Dios hizo caer
amargas lágrimas de sus ojos.
Siguió al Salvador a Getsemaní y contempló su agonía en el
huerto, y cómo era entregado, escarnecido, flagelado y crucificado.
Moisés vió que así como él había alzado la serpiente en el desierto,
habría de ser levantado el Hijo de Dios, para que todo aquel que en
él creyere “no se pierda, sino que tenga vida eterna.”
Juan 3:15
. El
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dolor, la indignación y el horror embargaron el corazón de Moisés
cuando vió la hipocresía y el odio satánico que la nación judía
manifestaba contra su Redentor, el poderoso Angel que había ido
delante de sus mayores. Oyó el grito agonizante de Jesús: “Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Le vió cuando
yacía en la tumba nueva de José de Arimatea. Las tinieblas de la
desesperación parecían envolver el mundo, pero miró otra vez, y le
vió salir vencedor de la tumba y ascender a los cielos escoltado por
los ángeles que le adoraban, y encabezando una multitud de cautivos.
Vió las relucientes puertas abrirse para recibirle, y la hueste celestial
dar en canciones de triunfo la bienvenida a su Jefe supremo. Y allí se
le reveló que él mismo sería uno de los que servirían al Salvador y le
abriría las puertas eternas. Mientras miraba la escena, su semblante
irradiaba un santo resplandor. ¡Cuán insignificantes le parecían las
pruebas y los sacrificios de su vida, cuando los comparaba con los
del Hijo de Dios! ¡Cuán ligeros en contraste con el “sobremanera
alto y eterno peso de gloria!”
2 Corintios 4:17
. Se regocijó porque
se le había permitido participar, aunque fuera en pequeño grado, de
los sufrimientos de Cristo.
Vió Moisés cómo los discípulos de Jesús salían a predicar el
Evangelio a todo el mundo. Vió que a pesar de que el pueblo de
Israel “según la carne” no había alcanzado el alto destino al cual
Dios lo había llamado y en su incredulidad no había sido la luz
del mundo, y aunque había desechado la misericordia de Dios y
perdido todo derecho a sus bendiciones como pueblo escogido,
Dios no había desechado, sin embargo, la simiente de Abrahán y
habían de cumplirse los propósitos gloriosos cuyo cumplimiento él
había emprendido por medio de Israel. Todos los que llegasen a ser
por Cristo hijos de la fe habían de ser contados como simiente de
Abrahán; serían herederos de las promesas del pacto; como Abrahán
serían llamados a cumplir y comunicar al mundo la ley de Dios y el