Capítulo 45—La caída de Jericó
Este capítulo está basado en Josué 5 a 6.
Los hebreos habían entrado en la tierra de Canaán, pero no la
habían subyugado; y a juzgar por las apariencias humanas, habría
de ser larga y difícil la lucha para apoderarse de la tierra. La ha-
bitaba una raza poderosa, dispuesta a oponerse a la invasión de su
territorio. Las varias tribus estaban unidas por su temor a un peligro
común. Sus caballos y sus carros de guerra construídos de hierro,
su conocimiento del terreno y su preparación bélica les daban una
gran ventaja. Además, la tierra estaba resguardada por fortalezas,
por “ciudades grandes y encastilladas hasta el cielo.”
Deuteronomio
9:1
. Sólo con la garantía de una fuerza que no era la suya, podían
alentar los israelitas la esperanza de obtener éxito en el conflicto
inminente.
Una de las mayores fortalezas de la tierra, la grande y rica ciudad
de Jericó, se hallaba frente a ellos, a poca distancia de su campa-
mento de Gilgal. Situada en la margen de una llanura feraz en que
abundaban los ricos y diversos productos de los trópicos, esta ciudad
orgullosa, cuyos palacios y templos eran morada del lujo y del vicio,
desafiaba al Dios de Israel desde sus macizos baluartes. Jericó era
una de las sedes principales de la idolatría, y se dedicaba especial-
mente al culto de Astarté, diosa de la luna. Allí se concentraban
todos los ritos más viles y degradantes de la religión de los cananeos.
El pueblo de Israel que tenía aun fresco el recuerdo de las conse-
cuencias terribles del pecado que cometiera en Beth-peor, no podía
contemplar esta ciudad pagana sino con repugnancia y horror.
Josué veía que la toma de Jericó debía ser el primer paso en
la conquista de Canaán. Pero ante todo buscó una garantía de la
[522]
dirección divina; y ella le fué concedida. Habiéndose retirado del
campamento para meditar y pedir en oración que el Dios de Israel
fuera delante de su pueblo, vió a un guerrero armado, de alta estatura
y aspecto imponente, “el cual tenía una espada desnuda en su mano.”
452