Página 457 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

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La caída de Jericó
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A la pregunta desafiante de Josué: “¿Eres de los nuestros, o de
nuestros enemigos?” contestó: “No; mas Príncipe del ejército de
Jehová, ahora he venido.” Véase
Josué 5-7
. La misma orden que
se había dado a Moisés en Horeb: “Quita tus zapatos de tus pies,
porque el lugar en que tú estás, tierra santa es” reveló el carácter
verdadero del misterioso forastero. Era Cristo, el Sublime, quien
estaba delante del jefe de Israel. Dominado por santo temor, Josué
cayó sobre su rostro, adoró, y tras oír la promesa: “Mira, yo he
entregado en tu mano a Jericó y a su rey, con sus varones de guerra,”
recibió instrucciones respecto a la toma de la ciudad.
En obediencia al mandamiento divino, Josué reunió los ejércitos
de Israel. No debían emprender asalto alguno. Sólo debían marchar
alrededor de la ciudad, llevando el arca de Dios y tocando las bocinas.
En primer lugar, venían los guerreros, o sea un cuerpo de varones
escogidos, no para vencer con su propia habilidad y valentía, sino
por obediencia a las instrucciones dadas por Dios. Seguían siete
sacerdotes con trompetas. Luego el arca de Dios, rodeada de una
aureola de gloria divina, era llevada por sacerdotes ataviados con
las vestiduras de su santo cargo. Seguía el ejército de Israel, con
cada tribu bajo su estandarte. Tal era la procesión que rodeaba la
ciudad condenada. No se oía otro sonido que el de los pasos de
aquella hueste numerosa, y el solemne tañido de las trompetas que
repercutía entre las colinas y resonaba por las calles de Jericó. Una
vez dada la vuelta, el ejército volvía silenciosamente a sus tiendas, y
el arca se colocaba nuevamente en su sitio en el tabernáculo.
Con asombro y alarma, los centinelas de la ciudad observaban
cada movimiento, y lo referían a las autoridades. No comprendían
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el significado de todo este despliegue; pero al ver a aquella hueste
numerosa marchar cada día alrededor de su ciudad, con el arca
santa y los sacerdotes que la acompañaban, el misterio de la escena
infundió terror en el corazón tanto de los sacerdotes como del pueblo.
Volvieron a inspeccionar sus fuertes defensas, seguros de que podrían
resistir con éxito el ataque más vigoroso. Muchos se burlaban de
la idea de que estas demostraciones singulares pudieran hacerles
daño. Otros eran presa de pavor al ver la procesión que cada día
cercaba la ciudad. Recordaban que una vez las aguas del mar Rojo
se habían dividido ante este pueblo, y que acababa de abrírseles el