Página 479 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

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La repartición de Canaán
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temibles anaceos, cuyo aspecto formidable tanto había amedrentado
a los espías y, por su medio, anonadado el valor de todo Israel. Este
sitio, sobre todos los demás, era el que Caleb, confiado en el poder
de Dios, eligió por heredad.
“Ahora bien—dijo,—Jehová me ha hecho vivir, como él dijo,
estos cuarenta y cinco años, desde el tiempo que Jehová habló estas
palabras a Moisés, ... y ahora, he aquí soy hoy día de ochenta y cinco
años: pero aun estoy tan fuerte como el día que Moisés me envió:
cual era entonces mi fuerza, tal es ahora, para la guerra, y para salir
y para entrar. Dame, pues, ahora este monte, del cual habló Jehová
aquel día; porque tú oíste en aquel día que los Anaceos están allí, y
grandes y fuertes ciudades. Quizá Jehová será conmigo, y los echaré
como Jehová ha dicho.” Esta petición fué apoyada por los hombres
principales de Judá. Como Caleb mismo era representante de su
tribu, designado para colaborar en la repartición de la tierra, había
preferido tener a estos hombres consigo al presentar su pedido, para
que no hubiera apariencia siquiera de que se valía de su autoridad
para satisfacer fines egoístas.
Lo que pedía le fué otorgado inmediatamente. A ningún otro
podía confiarse con más seguridad la conquista de esa fortaleza de
gigantes. “Josué entonces lo bendijo, y dió a Caleb hijo de Jephone a
Hebrón por heredad, ... porque cumplió siguiendo a Jehová Dios de
Israel.” La fe de Caleb era en esa época la misma que tenía cuando
su testimonio contradijo el informe desfavorable de los espías. El
había creído en la promesa de Dios, de que pondría su pueblo en
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posesión de la tierra de Canaán, y en esto había seguido fielmente al
Señor. Había sobrellevado con su pueblo la larga peregrinación por el
desierto, y compartido las desilusiones y las cargas de los culpables;
no obstante, no se quejó de esto, sino que ensalzó la misericordia
de Dios que le había guardado en el desierto cuando sus hermanos
eran eliminados. En medio de las penurias, los peligros y las plagas
de las peregrinaciones en el desierto, durante los años de guerra
desde que entraron en Canaán, el Señor le había guardado, y ahora
que tenía más de ochenta años su vigor no había disminuido. No
pidió una tierra ya conquistada, sino el sitio que por sobre todos los
demás los espías habían considerado imposible de subyugar. Con la
ayuda de Dios, quería arrebatar aquella fortaleza de manos de los
mismos gigantes cuyo poder había hecho tambalear la fe de Israel.