Página 485 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

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La repartición de Canaán
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el conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio por el pecado,
sino una horrenda esperanza de juicio, y hervor de fuego que ha de
devorar a los adversarios.”
Hebreos 10:26, 27
.
Dos de las tribus de Israel, Gad y Rubén, con la mitad de la tribu
de Manasés, habían recibido su heredad antes de cruzar el Jordán.
Para un pueblo de pastores, las anchas llanuras de las tierras altas
y valiosos bosques de Galaad y de Basán, que ofrecían extensos
campos de pastoreo para sus rebaños y manadas, tenían atractivos
que no podían encontrarse en la propia Canaán; y las dos tribus y
media, deseando establecerse en esa región, se habían comprometido
a proporcionar su cuota de soldados armados para que acompañaran
a sus hermanos al otro lado del Jordán y participaran en todas sus
batallas hasta que todos entraran en posesión de sus respectivas
heredades. Esta obligación se había cumplido fielmente. Cuando las
diez tribus entraron en Canaán, cuarenta mil de “los hijos de Rubén
y los hijos de Gad, y la media tribu de Manasés, ... armados a punto
pasaron hacia la campiña de Jericó delante de Jehová a la guerra.”
Josué 4:12, 13
. Durante años habían luchado valientemente al lado
de sus hermanos. Ahora había llegado el momento en que habían
de entrar en la tierra de su posesión. Mientras acompañaban a sus
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hermanos en los conflictos, también habían compartido los despojos;
y regresaron “con grandes riquezas, y con grande copia de ganado,
con plata, y con oro, y metal, y muchos vestidos” (véase
Josué 22
),
todo lo cual debían compartir con los que se habían quedado al
cuidado de las familias y los rebaños.
Iban a morar ahora a cierta distancia del santuario del Señor,
y Josué presenció su partida con corazón acongojado, pues sabía
cuán fuertemente tentados se verían, en su vida aislada y nómada,
a adoptar las costumbres de las tribus paganas que moraban en sus
fronteras.
Mientras el ánimo de Josué y de otros jefes estaba aun deprimido
por presentimientos angustiosos, les llegaron noticias extrañas. Al
lado del Jordán, cerca del sitio donde Israel cruzó milagrosamente
el río, las dos tribus y media habían erigido un gran altar, parecido
al altar de los holocaustos que se había erigido en Silo. La ley de
Dios prohibía, so pena de muerte, el establecimiento de otro culto
que el del santuario. Si tal era el objeto de ese altar, y se le permitía
subsistir, apartaría al pueblo de la verdadera fe.