Los diezmos y las ofrendas
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El diezmo debía consagrarse única y exclusivamente al uso de los
levitas, la tribu que había sido apartada para el servicio del santuario.
Pero de ningún modo era éste el límite de sus contribuciones para
fines religiosos. El tabernáculo, como después el templo, se erigió
totalmente con ofrendas voluntarias; y para sufragar los gastos de
las reparaciones necesarias y otros desembolsos, Moisés mandó que
en ocasión de cada censo del pueblo, cada uno diera medio siclo
para el servicio del santuario. Véase
Éxodo 30:12-16
;
2 Reyes 12:4,
5
;
2 Crónicas 24:4, 13
. En el tiempo de Nehemías se hacía una
contribución anual para estos fines.
Nehemías 10:32, 33
. De vez
en cuando se ofrecían sacrificios expiatorios y de agradecimiento
a Dios. Estos eran traídos en grandes cantidades durante las fiestas
anuales. Y se proveía generosamente para el cuidado de los pobres.
Aun antes de que se pudiera reservar el diezmo, había que reco-
nocer los derechos de Dios. Se le consagraban los primeros frutos
que maduraban entre todos los productos de la tierra. Se apartaban
para Dios las primicias de la lana cuando se trasquilaban las ovejas,
del trigo cuando se trillaba, del aceite y del vino. De idéntica manera
se apartaban los primogénitos de los animales; y se pagaba rescate
por el hijo primogénito. Las primicias debían presentarse ante el
Señor en el santuario, y luego se dedicaban al uso de los sacerdotes.
En esta forma se le recordaba constantemente al pueblo que
Dios era el verdadero propietario de todos sus campos, rebaños y
manadas; que él les enviaba la luz del sol y la lluvia para la siembra
y para la siega, y que todo lo que poseían era creación de Aquel que
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los había hecho administradores de sus bienes.
Cuando los hombres de Israel, cargados con las primicias del
campo, de las huertas y los viñedos, se congregaban en el taber-
náculo, reconocían públicamente la bondad de Dios. Cuando los
sacerdotes aceptaban el regalo, el que lo ofrecía, hablando como si
estuviera en presencia de Jehová, decía: “Un Siro a punto de perecer
fué mi padre” (
Deuteronomio 26:5-11
); y describía la estada en
Egipto, las aflicciones y angustias de las cuales Dios había librado a
Israel “con mano fuerte, y con brazo extendido, y con grande espan-
to, y con señales y con milagros.” Añadía: “Y trájonos a este lugar, y
diónos esta tierra, tierra que fluye leche y miel. Y ahora, he aquí, he
traído las primicias del fruto de la tierra que me diste, oh Jehová.”