Página 618 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

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Historia de los Patriarcas y Profetas
sus bondadosos propósitos, tanto para David como para el pueblo
de Israel.
Saúl, sin embargo, no permaneció por mucho tiempo en amistad
con David. Mientras ambos regresaban de la batalla con los filisteos
“salieron las mujeres de todas las ciudades de Israel cantando y con
danzas, con tamboriles, y con alegrías y sonajas, a recibir al rey
Saúl.” Un grupo cantaba: “Saúl hirió sus miles,” en tanto que otro
grupo respondía cantando: “Y David sus diez miles.”
El demonio de los celos penetró en el corazón del rey. Se airó
porque el canto de las mujeres de Israel ensalzaba más a David que
a él mismo. En lugar de sojuzgar esos sentimientos envidiosos, puso
de manifiesto la debilidad de su carácter, y exclamó: “A David dieron
diez miles, y a mí miles; no le falta más que el reino.”
Uno de los mayores defectos del carácter de Saúl era su amor
al favor popular y al ensalzamiento. Este rasgo había ejercido una
influencia dominante sobre sus acciones y pensamientos; todo lle-
vaba la marca indeleble de su deseo de alabanza y ensalzamiento
propio. Su norma de lo bueno y lo malo era la norma baja del aplau-
so popular. Ningún hombre está seguro cuando vive para agradar
a los hombres, y no busca primeramente la manera de obtener la
aprobación de Dios. Saúl ambicionaba ser el primero en la estima
de los hombres; y cuando oyó esta canción de alabanza, se asentó en
la mente del rey la convicción de que David conquistaría el corazón
del pueblo, y reinaría en su lugar.
Saúl abrió su corazón al espíritu de los celos, que envenenó su
alma. No obstante las lecciones que había recibido del profeta Sa-
muel, en el sentido de que Dios lograría todo lo que decidiera y
nadie podría estorbarlo, el rey manifestó claramente que no conocía
en verdad los propósitos ni el poder de Dios. El monarca de Israel
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oponía su voluntad a la del Infinito. Saúl no había aprendido, mien-
tras gobernaba el reino de Israel, que primero debía regir su propio
espíritu. Permitía que sus impulsos dominaran su juicio, hasta ser
presa de una furia apasionada. Llegaba a veces al paroxismo de la
ira y se inclinaba a quitar la vida a cualquiera que osara oponerse
a su voluntad. De este frenesí pasaba a un estado de abatimiento
y desprecio de sí mismo, y el remordimiento se posesionaba de su
alma.