Página 638 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

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Historia de los Patriarcas y Profetas
guardado a vuestro señor, al ungido de Jehová. Mira pues ahora
dónde está la lanza del rey, y la botija del agua que estaba en su
cabecera. Y conociendo Saúl la voz de David, dijo: ¿No es ésta tu
voz, hijo mío David? Y David respondió: Mi voz es, rey señor mío.
Y dijo: ¿Por qué persigue así mi señor a su siervo? ¿qué he hecho?
¿qué mal hay en mi mano? Ruego pues, que el rey mi señor oiga
ahora las palabras de su siervo.”
Nuevamente confesó el rey, diciendo: “He pecado: vuélvete, hijo
mío David, que ningún mal te haré más, pues que mi vida ha sido
estimada hoy en tus ojos. He aquí, yo he hecho neciamente, y he
errado en gran manera. Y David respondió, y dijo: He aquí la lanza
del rey; pase acá uno de los criados, y tómela.” No obstante que Saúl
había hecho la promesa: “Ningún mal te haré,” David no se entregó
en sus manos.
Este segundo caso en que David respetaba la vida de su soberano
hizo una impresión aún más profunda en la mente de Saúl, y arrancó
de él un reconocimiento más humilde de su falta. Le asombraba
y subyugaba la manifestación de tanta bondad. Al despedirse de
David, Saúl exclamó: “Bendito eres tú, hijo mío David; sin duda
ejecutarás tú grandes empresas, y prevalecerás.” Pero el hijo de Isaí
no tenía esperanza de que él siguiera por mucho tiempo en esta
actitud.
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David perdió la esperanza de reconciliarse con Saúl. Parecía
inevitable que cayera finalmente víctima de la malicia del rey, y
decidió otra vez buscar refugio en tierra de los filisteos. Con los
seiscientos hombres que mandaba, se fué a Achis, rey de Gath.
La conclusión de David, de que Saúl ciertamente alcanzaría su
propósito homicida, se formó sin el consejo de Dios. Aun cuando
Saúl estaba maquinando y procurando su destrucción, el Señor obra-
ba para asegurarle el reino a David. El Señor lleva a cabo sus planes,
aunque muchas veces para los ojos humanos parezcan velados por el
misterio. Los hombres no pueden comprender las maneras de proce-
der de Dios; y, mirando las apariencias, interpretan las dificultades,
las pruebas y las aflicciones que Dios permite que les sobrevengan,
como cosas que van encaminadas contra ellos, y que sólo les cau-
sarán la ruina. Así miró David las apariencias, y pasó por alto las
promesas de Dios. Dudó que jamás llegara a ocupar el trono. Las
largas pruebas habían debilitado su fe y agotado su paciencia.