Página 660 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

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Historia de los Patriarcas y Profetas
con reverencia, reconociendo en él a un príncipe poderoso cuyo
favor deseaba. David inquirió ansiosamente por el resultado de la
batalla. El fugitivo le informó de la derrota y muerte de Saúl, y de la
muerte de Jonatán. Pero no se conformó con relatar sencillamente
los hechos. Suponiendo evidentemente que David debía sentir ene-
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mistad hacia su perseguidor implacable, el forastero creyó conseguir
honor para sí si se declaraba matador del rey. Con aire jactancioso el
hombre prosiguió relatando que durante el curso de la batalla había
encontrado al monarca de Israel herido, gravemente apremiado y
acorralado por sus enemigos, y que, a pedido del propio Saúl, él
mismo, es decir el mensajero, le había dado muerte; y traía a David
la corona de la cabeza de Saúl y los brazaletes de oro de su brazo.
El mensajero esperaba con toda confianza que estas noticias serían
recibidas con regocijo, y que recibiría un premio cuantioso por la
parte que había desempeñado.
Pero “entonces David trabando de sus vestidos, rompiólos; y
lo mismo hicieron los hombres que estaban con él. Y lloraron y
lamentaron, y ayunaron hasta la tarde, por Saúl y por Jonathán su
hijo, y por el pueblo de Jehová, y por la casa de Israel, porque habían
caído a cuchillo.”
Pasada la primera impresión de las terribles noticias, los pen-
samientos de David se volvieron al heraldo extranjero, y al crimen
del que era culpable, según su propia declaración. El jefe preguntó
al joven: “¿De dónde eres tú? Y él respondió: Yo soy hijo de un
extranjero, Amalecita. Y díjole David: ¿Cómo no tuviste temor de
extender tu mano para matar al ungido de Jehová?” Dos veces había
tenido David a Saúl en su poder; pero cuando se le exhortó a que
le diera muerte, se negó a levantar la mano contra el que había sido
consagrado por orden de Dios para gobernar a Israel. No obstante, el
amalecita no temía jactarse de haber dado muerte al rey de Israel. Se
había acusado a sí mismo de un crimen digno de muerte, y la pena
se ejecutó en seguida. David dijo: “Tu sangre sea sobre tu cabeza,
pues que tu boca atestiguó contra ti, diciendo: Yo maté al ungido de
Jehová.”
El dolor de David por la muerte de Saúl era sincero y profundo;
y revelaba la generosidad de una naturaleza noble. No se alegró de la
caída de su enemigo. El obstáculo que había impedido su ascensión
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al trono de Israel había sido eliminado, pero no se regocijó por