Página 68 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

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Historia de los Patriarcas y Profetas
El poder de Dios que obraba con su siervo se hacía sentir entre
los que le oían. Algunos prestaban oídos a la amonestación, y re-
nunciaban a su vida de pecado; pero las multitudes se mofaban del
solemne mensaje, y seguían más osadamente en sus malos caminos.
En los últimos días los siervos de Dios han de dar al mundo un men-
saje parecido, que será recibido también con incredulidad y burla.
El mundo antediluviano rechazó las palabras de amonestación del
que anduvo con Dios. E igualmente la última generación no prestará
atención a las advertencias de los mensajeros del Señor.
En medio de una vida de activa labor, Enoc mantenía fielmente
su comunión con Dios. Cuanto más intensas y urgentes eran sus
labores, tanto más constantes y fervorosas eran sus oraciones. Seguía
apartándose, durante ciertos lapsos, de todo trato humano. Después
de permanecer algún tiempo entre la gente, trabajando para benefi-
ciarla mediante la instrucción y el ejemplo, se retiraba con el fin de
estar solo, para satisfacer su sed y hambre de aquella divina sabiduría
que sólo Dios puede dar. Manteniéndose así en comunión con Dios,
Enoc llegó a reflejar más y más la imagen divina. Tenía el rostro
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radiante de una santa luz, semejante a la que resplandece del rostro
de Jesús. Cuando regresaba de estar en comunión con Dios, hasta los
impíos miraban con reverencia ese sello del cielo en su semblante.
La iniquidad de los hombres había llegado a tal grado que su
destrucción quedó decretada. A medida que los años pasaban, crecía
más la ola de la culpabilidad humana, y se volvían más obscuras las
nubes del juicio divino. Con todo, Enoc, el testigo de la fe, perseveró
en su camino, amonestando, suplicando, implorando, tratando de
rechazar la ola de culpabilidad y detener los dardos de la venganza.
Aunque sus amonestaciones eran menospreciadas por el pueblo
pecaminoso y amante del placer, tenía el testimonio de la aprobación
de Dios, y continuó fielmente la lucha contra la iniquidad reinante,
hasta que Dios lo trasladó de un mundo de pecado al gozo puro del
cielo.
Los hombres de aquel entonces se burlaron de la insensatez del
que no procuraba acumular oro o plata, ni adquirir bienes terrenales.
Pero el corazón de Enoc estaba puesto en los tesoros eternos. Había
contemplado la ciudad celestial. Había visto al Rey en su gloria en
medio de Sión. Su mente, su corazón y su conversación se concen-
traban en el cielo. Cuanto mayor era la iniquidad prevaleciente, tanto