Página 200 - Profetas y Reyes (1957)

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Profetas y Reyes
tarde, permaneció leproso, como vivo ejemplo de cuán insensato
es apartarse de un claro: “Así dice Jehová.” No pudo presentar su
alto cargo ni su larga vida de servicio como excusa por el pecado de
presunción con que manchó los años finales de su reinado y atrajo
sobre sí el juicio del Cielo.
Dios no hace acepción de personas. “Mas la persona que hiciere
algo con altiva mano, así el natural como el extranjero, a Jehová
injurió; y la tal persona será cortada de en medio de su pueblo.”
Números 15:30
.
El castigo que cayó sobre Uzías pareció ejercer una influencia
refrenadora sobre su hijo. Este, Joatam, llevó pesadas responsabili-
dades durante los últimos años del reinado de su padre, y le sucedió
en el trono después de la muerte de Uzías. Acerca de Joatam quedó
escrito: “Y él hizo lo recto en ojos de Jehová; hizo conforme a todas
las cosas que había hecho su padre Uzzía. Con todo eso los altos no
fueron quitados; que el pueblo sacrificaba aún, y quemaba perfumes
en los altos.”
2 Reyes 15:34, 35
.
Se acercaba el fin del reinado de Uzías y Joatam estaba ya lle-
vando muchas de las cargas del estado, cuando Isaías, hombre muy
joven del linaje real, fué llamado a la misión profética. Los tiempos
en los cuales iba a tocarle trabajar estarían cargados de peligros espe-
ciales para el pueblo de Dios. El profeta iba a presenciar la invasión
de Judá por los ejércitos combinados de Israel septentrional y de
Siria; iba a ver las huestes asirias acampadas frente a las principales
ciudades del reino. Durante su vida, iba a caer Samaria y las diez
tribus de Israel iban a ser dispersadas entre las naciones. Judá iba
a ser invadido una y otra vez por los ejércitos asirios, y Jerusalén
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iba a sufrir un sitio que sin la intervención milagrosa de Dios habría
resultado en su caída. Ya estaba amenazada por graves peligros la
paz del reino meridional. La protección divina se estaba retirando y
las fuerzas asirias estaban por desplegarse en la tierra de Judá.
Pero los peligros de afuera, por abrumadores que parecieran,
no eran tan graves como los de adentro. Era la perversidad de su
pueblo lo que imponía al siervo de Dios la mayor perplejidad y la
más profunda depresión. Por su apostasía y rebelión, los que debie-
ran haberse destacado como portaluces entre las naciones estaban
atrayendo sobre sí los juicios de Dios. Muchos de los males que
estaban acelerando la presta destrucción del reino septentrional, y