Página 202 - Profetas y Reyes (1957)

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Profetas y Reyes
elevado, mientras que el séquito de su gloria llenaba el templo. A
ambos lados del trono, con el rostro velado en adoración, se cernían
los serafines que servían en la presencia de su Hacedor y unían sus
voces en la solemne invocación: “Santo, santo, santo, Jehová de los
ejércitos: toda la tierra está llena de su gloria” (
Isaías 6:3
), hasta que
el sonido parecía estremecer las columnas y la puerta de cedro y
llenar la casa con su tributo de alabanza.
Mientras Isaías contemplaba esta revelación de la gloria y ma-
jestad de su Señor, se quedó abrumado por un sentido de la pureza
y la santidad de Dios. ¡Cuán agudo contraste notaba entre la in-
comparable perfección de su Creador y la conducta pecaminosa de
aquellos que, juntamente con él mismo, se habían contado durante
mucho tiempo entre el pueblo escogido de Israel y Judá! “¡Ay de
mí!—exclamó;—que soy muerto; que siendo hombre inmundo de
labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos,
han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos.”
Vers. 5
. Estando,
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por así decirlo, en plena luz de la divina presencia en el santuario in-
terior, comprendió que si se le abandonaba a su propia imperfección
y deficiencia, se vería por completo incapaz de cumplir la misión a
la cual había sido llamado. Pero un serafín fué enviado para aliviarle
de su angustia, y hacerle idóneo para su gran misión. Un carbón
vivo del altar tocó sus labios y oyó las palabras: “He aquí que esto
tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado.” Entonces
oyó que la voz de Dios decía: “¿A quién enviaré, y quién nos irá?”
E Isaías respondió: “Heme aquí, envíame a mí.”
Vers. 7, 8
.
El visitante celestial ordenó al mensajero que aguardaba: “Anda,
y di a este pueblo: Oíd bien, y no entendáis; ved por cierto, mas
no comprendáis. Engruesa el corazón de aqueste pueblo, y agrava
sus oídos, y ciega sus ojos; porque no vea con sus ojos, ni oiga con
sus oídos, ni su corazón entienda, ni se convierta, y haya para él
sanidad.”
Vers. 9, 10
.
Era muy claro el deber del profeta; debía elevar la voz en protesta
contra los males que prevalecían. Pero temía emprender la obra sin
que se le asegurase cierta esperanza. Preguntó: “¿Hasta cuándo,
Señor?”
Vers. 11
. ¿No habrá ninguno entre tu pueblo escogido que
haya de comprender, arrepentirse y ser sanado?
La preocupación de su alma en favor del errante Judá no había
de ser vana. Su misión no iba a ser completamente infructuosa.