Página 271 - Profetas y Reyes (1957)

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Jeremías
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La crisis exigía un esfuerzo público y abarcante. El Señor ordenó
a Jeremías que se pusiese de pie en el atrio del templo, y allí hablase a
todo el pueblo de Judá que entrase y saliese. No debía quitar una sola
palabra de los mensajes que se le daban, a fin de que los pecadores de
Sión tuviesen las más amplias oportunidades de escuchar y apartarse
de sus malos caminos.
El profeta obedeció; se situó a la puerta de la casa de Jehová, y
allí alzó su voz en amonestación y súplica. Bajo la inspiración del
Altísimo declaró:
[304]
“Oid palabra de Jehová, todo Judá, los que entráis por estas
puertas para adorar a Jehová. Así ha dicho Jehová de los ejércitos,
Dios de Israel: Mejorad vuestros caminos y vuestras obras, y os
haré morar en este lugar. No fiéis en palabras de mentira, diciendo:
Templo de Jehová, templo de Jehová, templo de Jehová es éste. Mas
si mejorareis cumplidamente vuestros caminos y vuestras obras;
si con exactitud hiciereis derecho entre el hombre y su prójimo,
ni oprimiereis al peregrino, al huérfano, y a la viuda, ni en este
lugar derramareis la sangre inocente, ni anduviereis en pos de dioses
ajenos para mal vuestro; os haré morar en este lugar, en la tierra que
dí a vuestros padres para siempre.”
Jeremías 7:2-7
.
Estas palabras demuestran vívidamente la poca voluntad que
tiene el Señor para castigar. Retiene sus juicios para suplicar a los
impenitentes. El que ejerce “misericordia, juicio, y justicia en la
tierra” (
Jeremías 9:24
), siente profundos anhelos por sus hijos erran-
tes; y de toda manera posible procura enseñarles el camino de la
vida eterna. Había sacado a los israelitas de la servidumbre para que
le sirviesen a él, único Dios verdadero y viviente. Aunque durante
mucho tiempo se habían extraviado en la idolatría y habían despre-
ciado sus amonestaciones, les declara ahora su buena voluntad para
postergar el castigo y para darles otra oportunidad de arrepentirse.
Les indica claramente que tan sólo mediante una reforma cabal del
corazón podía evitarse la ruina inminente. Vana sería la confianza
que pusiesen en el templo y sus servicios. Los ritos y las ceremonias
no podían expiar el pecado. A pesar de su aserto de ser el pueblo
escogido de Dios, únicamente la reforma del corazón y de las prácti-
cas en la vida podía salvarlos del resultado inevitable de la continua
transgresión.