Página 301 - Profetas y Reyes (1957)

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Llevados cautivos a Babilonia
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para obedecer; y como consecuencia siguió avanzando en la mala
dirección.
Tan grande era la debilidad del rey que ni siquiera quería que
sus cortesanos y el pueblo supiesen que había conferenciado con
Jeremías, pues el temor de los hombres se había apoderado comple-
tamente de su alma. Si Sedequías se hubiese erguido valientemente
y hubiese declarado que creía las palabras del profeta, ya cumplidas
a medias, ¡cuánta desolación podría haberse evitado! Debiera haber
dicho: “Obedeceré al Señor, y salvaré a la ciudad de la ruina com-
pleta. No me atrevo a despreciar las órdenes de Dios, por temor a los
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hombres o para buscar su favor. Amo la verdad, aborrezco el pecado,
y seguiré el consejo del Poderoso de Israel.” Entonces el pueblo
habría respetado su espíritu valeroso, y los que vacilaban entre la
fe y la incredulidad se habrían decidido firmemente por lo recto.
La misma intrepidez y justicia de su conducta habrían inspirado
admiración y lealtad en sus súbditos. Habría recibido amplio apoyo;
y se le habrían perdonado a Judá las indecibles desgracias de la
matanza, el hambre y el incendio.
La debilidad de Sedequías fué un pecado por el cual pagó una pe-
na espantosa. El enemigo descendió como alud irresistible, y devastó
la ciudad. Los ejércitos hebreos fueron rechazados en confusión.
La nación fué vencida. Sedequías fué tomado prisionero y sus hijos
fueron muertos delante de sus ojos. El rey fué sacado de Jerusalén
cautivo, se le sacaron los ojos, y después de llegar a Babilonia pere-
ció miserablemente. El hermoso templo que durante más de cuatro
siglos había coronado la cumbre del monte Sión, no fué preservado
por los caldeos. “Quemaron la casa de Dios, y rompieron el muro de
Jerusalem, y consumieron al fuego todos sus palacios, y destruyeron
todos sus vasos deseables.”
2 Crónicas 36:19
.
En el momento de la destrucción final de Jerusalén por Nabuco-
donosor, muchos fueron los que, habiendo escapado a los horrores
del largo sitio, perecieron por la espada. De entre los que todavía
quedaban, algunos, notablemente los principales sacerdotes, oficiales
y príncipes del reino, fueron llevados a Babilonia y allí ejecutados
como traidores. Otros fueron llevados cautivos, para vivir en servi-
dumbre de Nabucodonosor y de sus hijos “hasta que vino el reino de
los Persas; para que se cumpliese la palabra de Jehová por la boca
de Jeremías.”
Vers. 20, 21
.