Página 331 - Profetas y Reyes (1957)

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El horno de fuego
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sorprendente que en una tierra donde la adoración de los ídolos era
universal, la hermosa e inestimable imagen levantada en la llanura
de Dura para representar la gloria, la magnificencia y el poder de
Babilonia, fuese consagrada como objeto de culto. Así se dispuso,
y se decretó que en el día de la dedicación todos manifestasen su
suprema lealtad al poder babilónico postrándose ante la imagen.
Llegó el día señalado, y un vasto concurso de todos los “pueblos,
naciones, y lenguas,” se congregó en la llanura de Dura. De acuerdo
con la orden del rey, cuando se oyó el sonido de la música, todos
los pueblos “se postraron, y adoraron la estatua de oro.” En aquel
día decisivo las potestades de las tinieblas parecían ganar un triunfo
señalado; el culto de la imagen de oro parecía destinado a quedar
relacionado de un modo permanente con las formas establecidas de
la idolatría reconocida como religión del estado en aquella tierra.
Satanás esperaba derrotar así el propósito que Dios tenía, de hacer
de la presencia del cautivo Israel en Babilonia un medio de bendecir
a todas las naciones paganas.
Pero Dios decretó otra cosa. No todos habían doblegado la rodilla
ante el símbolo idólatra del poder humano. En medio de la multitud
de adoradores había tres hombres que estaban firmemente resueltos
a no deshonrar así al Dios del cielo. Su Dios era Rey de reyes y
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Señor de señores; ante ningún otro se postrarían.
A Nabucodonosor, entusiasmado por su triunfo, se le comunicó
que entre sus súbditos había algunos que se atrevían a desobedecer
su mandato. Ciertos sabios, celosos de los honores que se habían
concedido a los fieles compañeros de Daniel, informaron al rey
acerca de la flagrante violación de sus deseos. Exclamaron: “Rey,
para siempre vive... Hay unos varones Judíos, los cuales pusiste tú
sobre los negocios de la provincia de Babilonia; Sadrach, Mesach,
y Abed-nego: estos varones, oh rey, no han hecho cuenta de ti; no
adoran tus dioses, no adoran la estatua de oro que tú levantaste.”
El rey ordenó que esos hombres fuesen traídos delante de él.
Preguntó: “¿Es verdad Sadrach, Mesach, y Abed-nego, que vosotros
no honráis a mi dios, ni adoráis la estatua de oro que he levantado?”
Por medio de amenazas procuró inducirlos a unirse con la multitud.
Señalando el horno de fuego, les recordó el castigo que los esperaba
si persistían en su negativa a obedecer su voluntad. Pero con firmeza
los hebreos atestiguaron su fidelidad al Dios del cielo, y su fe en su