Página 339 - Profetas y Reyes (1957)

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La verdadera grandeza
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se enseñorea en el reino de los hombres, y que a quien él quisiere lo
dará. Y lo que dijeron, que dejasen en la tierra la cepa de las raíces
del mismo árbol, significa que tu reino se te quedará firme, luego
que entiendas que el señorío es en los cielos.”
Habiendo interpretado fielmente el sueño, Daniel rogó al orgu-
lloso monarca que se arrepintiese y se volviese a Dios, para que
haciendo el bien evitase la calamidad que le amenazaba. Suplicó el
profeta: “Por tanto, oh rey, aprueba mi consejo, y redime tus pecados
con justicia, y tus iniquidades con misericordias para con los pobres;
que tal vez será eso una prolongación de tu tranquilidad.”
Por un tiempo la impresión que habían hecho la amonestación y
el consejo del profeta fué profunda en el ánimo de Nabucodonosor;
pero el corazón que no ha sido transformado por la gracia de Dios
no tarda en perder las impresiones del Espíritu Santo. La compla-
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cencia propia y la ambición no habían sido desarraigadas todavía
del corazón del rey, y más tarde volvieron a aparecer. A pesar de
las instrucciones que le fueron dadas tan misericordiosamente, y a
pesar de las advertencias que representaban las cosas que le habían
sucedido antes, Nabucodonosor volvió a dejarse dominar por un es-
píritu de celos contra los reinos que iban a seguir. Su gobierno, que
hasta entonces había sido en buena medida justo y misericordioso,
se volvió opresivo. Endureciendo su corazón, usó los talentos que
Dios le había dado para glorificarse a sí mismo, y para ensalzarse
sobre el Dios que le había dado la vida y el poder.
El juicio de Dios se demoró durante meses; pero en vez de ser
inducido al arrepentimiento por esta paciencia divina, el rey alentó
su orgullo hasta perder confianza en la interpretación del sueño, y
burlarse de sus temores anteriores.
Un año después de haber recibido la advertencia, mientras Nabu-
codonosor andaba en su palacio y pensaba con orgullo en su poder
como gobernante y en sus éxitos como constructor, exclamó: “¿No
es ésta la gran Babilonia, que yo edifiqué para casa del reino, con la
fuerza de mi poder, y para gloria de mi grandeza?”
Estando aún en los labios del rey la jactanciosa pregunta, una
voz del cielo anunció que había llegado el tiempo señalado por Dios
para el castigo. En sus oídos cayó la orden de Jehová: “A ti dicen, rey
Nabucodonosor; el reino es traspasado de ti: y de entre los hombres
te echan, y con las bestias del campo será tu morada, y como a los