Página 83 - Profetas y Reyes (1957)

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Elías el tisbita
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El mensaje que Dios mandó a Acab dió a Jezabel, a sus sacer-
dotes y a todos los adoradores de Baal y Astarte la oportunidad
de probar el poder de sus dioses y demostrar, si ello era posible,
que las palabras de Elías eran falsas. La profecía de éste se oponía
sola a las palabras de seguridad que decían centenares de sacerdotes
idólatras. Si, a pesar de la declaración del profeta, Baal podía seguir
dando rocío y lluvia, para que los arroyos continuasen fluyendo y la
vegetación floreciese, entonces el rey de Israel debía adorarlo y el
pueblo declararle Dios.
Resueltos a mantener al pueblo engañado, los sacerdotes de Baal
continuaron ofreciendo sacrificios a sus dioses, y a rogarles noche y
día que refrescasen la tierra. Con costosas ofrendas, los sacerdotes
procuraban apaciguar la ira de sus dioses; con una perseverancia
y un celo dignos de una causa mejor, pasaban mucho tiempo en
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derredor de sus altares paganos y oraban fervorosamente por lluvia.
Sus clamores y ruegos se oían noche tras noche por toda la tierra
sentenciada. Pero no aparecían nubes en el cielo para interceptar
de día los rayos ardientes del sol. No había lluvia ni rocío que
refrescasen la tierra sedienta. Nada de lo que los sacerdotes de Baal
pudiesen hacer cambiaba la palabra de Jehová.
Pasó un año, y aún no había llovido. La tierra parecía quemada
como por fuego. El calor abrasador del sol destruyó la poca vegeta-
ción que había sobrevivido. Los arroyos se secaron, y los rebaños
vagaban angustiados, mugiendo y balando. Campos que antes fue-
ran florecientes quedaron como las ardientes arenas del desierto y
ofrecían un aspecto desolador. Los bosquecillos dedicados al culto
de los ídolos ya no tenían hojas; los árboles de los bosques, como
lúgubres esqueletos de la naturaleza, ya no proporcionaban sombra.
El aire reseco y sofocante levantaba a veces remolinos de polvo
que enceguecían y casi cortaban el aliento. Ciudades y aldeas antes
prósperas se habían transformado en lugares de luto y lamentos. El
hambre y la sed hacían sus estragos con terrible mortandad entre
hombres y bestias. El hambre, con todos sus horrores, apretaba cada
vez más.
Sin embargo, aun frente a estas evidencias del poder de Dios,
Israel no se arrepentía, ni aprendía la lección que Dios quería que
aprendiese. No veía que el que había creado la naturaleza controla
sus leyes, y puede hacerlas instrumentos de bendición o de destruc-