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Profetas y Reyes
ción. Dominada por un corazón orgulloso y enamorada de su culto
falso, la gente no quería humillarse bajo la poderosa mano de Dios,
y empezó a buscar alguna otra causa a la cual pudiese atribuir sus
sufrimientos.
Jezabel se negó en absoluto a reconocer la sequía como castigo
enviado por Jehová. Inexorable en su resolución de desafiar al Dios
del cielo, y acompañada en ello por casi todo Israel, denunció a Elías
como causa de todos los sufrimientos. ¿No había testificado contra
sus formas de culto? Sostenía que si se le pudiese eliminar, la ira de
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sus dioses quedaría apaciguada, y terminarían las dificultades.
Instado por la reina, Acab instituyó una búsqueda muy diligente
para descubrir el escondite del profeta. Envió mensajeros a las na-
ciones circundantes, cercanas y lejanas, para encontrar al hombre a
quien odiaba y temía. Y en su ansiedad porque la búsqueda fuese tan
cabal como se pudiese hacerla, exigió a esos reinos y naciones que
jurasen que no conocían el paradero del profeta. Pero la búsqueda
fué en vano. El profeta estaba a salvo de la malicia del rey cuyos
pecados habían atraído sobre la tierra el castigo de un Dios ofendido.
Frustrada en sus esfuerzos contra Elías, Jezabel resolvió vengarse
matando a todos los profetas de Jehová que había en Israel. No debía
dejarse a uno solo con vida. La mujer enfurecida hizo morir a muchos
hijos de Dios; pero no perecieron todos. Abdías, gobernador de la
casa de Acab, seguía fiel a Dios. “Tomó cien profetas,” y arriesgando
su propia vida, los “escondió de cincuenta en cincuenta por cuevas,
y sustentólos a pan y agua.”
1 Reyes 18:4
.
Transcurrió el segundo año de escasez, y los cielos sin miseri-
cordia no daban señal de lluvia. La sequía y el hambre continuaban
devastando todo el reino. Padres y madres, incapaces de aliviar los
sufrimientos de sus hijos, se veían obligados a verlos morir. Sin
embargo, los israelitas apóstatas se negaban a humillar su corazón
delante de Dios, y continuaban murmurando contra el hombre cuya
palabra había atraído sobre ellos estos juicios terribles. Parecían
incapaces de discernir en su sufrimiento y angustia un llamamiento
al arrepentimiento, una intervención divina para evitar que diesen el
paso fatal que los pusiera fuera del alcance del perdón celestial.
La apostasía de Israel era un mal más espantoso que todos los
multiplicados horrores del hambre. Dios estaba procurando librar al
pueblo del engaño que sufría e inducirlo a comprender su respon-