Página 93 - Profetas y Reyes (1957)

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Una severa reprensión
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de Jehová: que escondí cien varones de los profetas de Jehová de
cincuenta en cincuenta en cuevas, y los mantuve a pan y agua? ¿Y
ahora dices tú: Ve, di a tu amo: Aquí está Elías: para que él me
mate?”
Con solemne juramento Elías prometió a Abdías que su diligen-
cia no sería en vano. Declaró: “Vive Jehová de los ejércitos, delante
del cual estoy, que hoy me mostraré a él.” Con esta seguridad, “Ab-
días fué a encontrarse con Achab, y dióle el aviso.”
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Con asombro mezclado de terror, el rey oyó el mensaje enviado
por el hombre a quién temía y aborrecía, a quien había buscado tan
incansablemente. Bien sabía que Elías no expondría su vida con el
simple propósito de encontrarse con él. ¿Sería posible que el profeta
estuviese por proclamar otra desgracia contra Israel? El corazón del
rey se sobrecogió de espanto. Recordó cómo se había desecado el
brazo de Jeroboam. Acab no podía dejar de obedecer a la orden, ni se
atrevía a alzar la mano contra el mensajero de Dios. De manera que,
acompañado por una guardia de soldados, el tembloroso monarca se
fué al encuentro del profeta.
Este y el rey se hallan por fin frente a frente. Aunque Acab
rebosa de odio apasionado, en la presencia de Elías parece carecer de
virilidad y de poder. En las primeras palabras que alcanza a balbucir:
“¿Eres tú el que alborotas a Israel?” revela inconscientemente los
sentimientos más íntimos de su corazón. Acab sabía que se debía a
la palabra de Dios que los cielos se hubiesen vuelto como bronce,
y sin embargo procuraba culpar al profeta de los gravosos castigos
que apremiaban la tierra.
Es natural que el que obra mal tenga a los mensajeros de Dios
por responsables de las calamidades que son el seguro resultado que
produce el desviarse del camino de la justicia. Los que se colocan
bajo el poder de Satanás no pueden ver las cosas como Dios las
ve. Cuando se los confronta con el espejo de la verdad, se indignan
al pensar que son reprendidos. Cegados por el pecado, se niegan a
arrepentirse; consideran que los siervos de Dios se han vuelto contra
ellos, y que merecen la censura más severa.
De pie, y consciente de su inocencia delante de Acab, Elías no
intenta disculparse ni halagar al rey. Tampoco procura eludir la ira
del rey dándole la buena noticia de que la sequía casi terminó. No
tiene por qué disculparse. Lleno de indignación y del ardiente anhelo