Sobre el Monte Carmelo
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adecuado para que se manifestase el poder de Dios y se vindicase el
honor de su nombre.
Temprano por la mañana del día señalado, las huestes del após-
tata Israel, dominadas por la expectación, se reunieron cerca de la
cumbre. Los profetas de Jezabel desfilaron en un despliegue impo-
nente. Con toda la pompa real, el monarca apareció, ocupó su puesto
a la cabeza de los sacerdotes, mientras que los clamores de los idó-
latras le daban la bienvenida. Pero había aprensión en el corazón de
los sacerdotes al recordar que a la palabra del profeta la tierra de
Israel se había visto privada de rocío y de lluvia durante tres años y
medio. Se sentían seguros de que se acercaba una terrible crisis. Los
dioses en quienes habían confiado no habían podido demostrar que
Elías fuese un profeta falso. Esos objetos de su culto habían sido
extrañamente indiferentes a sus gritos frenéticos, sus oraciones, sus
lágrimas, su humillación, sus ceremonias repugnantes, sus sacrificios
costosos e incesantes.
Frente al rey Acab y a los falsos profetas, y rodeado por las
huestes congregadas de Israel, estaba Elías de pie, el único que se
había presentado para vindicar el honor de Jehová. Aquel a quien
todo el reino culpaba de su desgracia se encontraba ahora delante de
ellos, aparentemente indefenso en presencia del monarca de Israel,
de los profetas de Baal, los hombres de guerra y los millares que
le rodeaban. Pero Elías no estaba solo. Sobre él y en derredor de él
estaban las huestes del cielo que le protegían, ángeles excelsos en
fortaleza.
Sin avergonzarse ni aterrorizarse, el profeta permanecía de pie
delante de la multitud, reconociendo plenamente el mandato que
había recibido de ejecutar la orden divina. Iluminaba su rostro una
pavorosa solemnidad. Con ansiosa expectación el pueblo aguardaba
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su palabra. Mirando primero el altar de Jehová, que estaba derribado,
y luego a la multitud, Elías clamó con los tonos claros de una trom-
peta: “¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos?
Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él.”
El pueblo no le contestó una palabra. En toda esa vasta asamblea
nadie se atrevió a revelarse leal a Jehová. Como una nube obscura, el
engaño y la ceguera se habían extendido sobre Israel. Esta apostasía
fatal no se había apoderado de repente de ellos, sino gradualmente
a medida que en diversas ocasiones habían dejado de oír las pala-