Página 99 - Profetas y Reyes (1957)

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Sobre el Monte Carmelo
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Con apariencia de audacia y desafío, pero con terror en su co-
razón culpable, los falsos sacerdotes prepararon su altar, pusieron
sobre él la leña y la víctima; y luego iniciaron sus encantamientos.
Sus agudos clamores repercutían por los bosques y las alturas circun-
vecinas, mientras invocaban el nombre de su dios, diciendo: “¡Baal,
respóndenos!” Los sacerdotes se reunieron en derredor del altar, y
con saltos, contorsiones y gritos, mesándose el cabello y lacerándose
la carne, suplicaban a su dios que les ayudase.
Transcurrió la mañana, llegaron las doce, y todavía no se notaba
que Baal oyera los clamores de sus seducidos adeptos. Ninguna voz
respondía a sus frenéticas oraciones. El sacrificio no era consumido.
Mientras continuaban sus frenéticas devociones, los astutos sa-
cerdotes procuraban de continuo idear algún modo de encender un
fuego sobre el altar y de inducir al pueblo a creer que ese fuego
provenía directamente de Baal. Pero Elías vigilaba cada uno de
sus movimientos; y los sacerdotes, esperando contra toda esperan-
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za que se les presentase alguna oportunidad de engañar a la gente,
continuaban ejecutando sus ceremonias sin sentido.
“Y aconteció al medio día, que Elías se burlaba de ellos, diciendo:
Gritad en alta voz que dios es: quizá está conversando, o tiene
algún empeño, o va de camino; acaso duerme, y despertará. Y ellos
clamaban a grandes voces, y sajábanse con cuchillos y con lancetas
conforme a su costumbre, hasta chorrear la sangre sobre ellos...
Pasó el medio día,” y aunque “ellos profetizaran hasta el tiempo
del sacrificio del presente, ... no había voz, ni quien respondiese ni
escuchase.”
Gustosamente habría acudido Satanás en auxilio de aquellos a
quienes había engañado, y que se consagraban a su servicio. Gusto-
samente habría mandado un relámpago para encender su sacrificio.
Pero Jehová había puesto límites y restricciones a su poder, y ni aun
todas las artimañas del enemigo podían hacer llegar una chispa al
altar de Baal.
Por fin, enronquecidos por sus gritos, con ropas manchadas de
sangre por las heridas que se habían infligido, los sacerdotes cayeron
presa de la desesperación. Perseverando en su frenesí, empezaron a
mezclar con sus súplicas terribles maldiciones para su dios, el sol,
mientras Elías continuaba velando atentamente; porque sabía que si