Página 108 - Palabras de Vida del Gran Maestro (1971)

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Palabras de Vida del Gran Maestro
que no reconoce el corazón. Mientras se habla a Dios de pobreza
de espíritu, el corazón quizá está henchido con la presunción de
su humildad superior y justicia exaltada. Hay una sola forma en
que podemos obtener un verdadero conocimiento del yo. Debemos
contemplar a Cristo. La ignorancia de su vida y su carácter induce a
los hombres a exaltarse en su justicia propia. Cuando contemplemos
su pureza y excelencia, veremos nuestra propia debilidad, nuestra
pobreza y nuestros defectos tales cuales son. Nos veremos perdidos
y sin esperanza, vestidos con la ropa de la justicia propia, como
cualquier otro pecador. Veremos que si alguna vez nos salvamos, no
será por nuestra propia bondad, sino por la gracia infinita de Dios.
La oración del publicano fue oída porque mostraba una depen-
dencia que se esforzaba por asirse del Omnipotente. El yo no era
sino vergüenza para el publicano. Así también debe ser para todos
los que buscan a Dios. Por fe, la fe que renuncia a toda confianza
propia, el necesitado suplicante ha de aferrarse del poder infinito.
Ninguna ceremonia exterior puede reemplazar a la fe sencilla
y a la entera renuncia al yo. Pero ningún hombre puede despojarse
del yo por sí mismo. Sólo podemos consentir que Cristo haga esta
obra. Entonces el lenguaje del alma será: Señor, toma mi corazón;
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porque yo no puedo dártelo. Es tuyo, manténlo puro, porque yo no
puedo mantenerlo por ti. Sálvame a pesar de mi yo, mi yo débil y
desemejante a Cristo. Modélame, fórmame, elévame a una atmósfera
pura y santa, donde la rica corriente de tu amor pueda fluir por mi
alma.
No sólo al comienzo de la vida cristiana ha de hacerse esta
renuncia al yo. Ha de renovársela a cada paso que se dé hacia el
cielo. Todas nuestras buenas obras dependen de un poder que está
fuera de nosotros. Por lo tanto, debe haber un continuo anhelo del
corazón en pos de Dios, y una continua y ferviente confesión de
los pecados que quebrante el corazón y humille el alma delante
de él. Únicamente podemos caminar con seguridad mediante una
constante renuncia al yo y dependencia de Cristo.
Mientras más nos acerquemos a Jesús, y más claramente apre-
ciemos la pureza de su carácter, más claramente discerniremos la
excesiva pecaminosidad del pecado, y menos nos sentiremos incli-
nados a ensalzarnos a nosotros mismos. Aquellos a quienes el cielo
reconoce como santos son los últimos en alardear de su bondad. El