Página 153 - Palabras de Vida del Gran Maestro (1971)

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Una generosa invitación
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Ninguna de las excusas se fundaba en una necesidad real. El
hombre que necesitaba salir y ver la hacienda, ya la había comprado.
Su prisa por ir a verla se debía a que su interés estaba concentrado
en la compra efectuada. Los bueyes también habían sido comprados.
Y probarlos tenía por fin sólo satisfacer el interés del comprador. La
tercera excusa no tenía más semejanza de razón. El hecho de que el
huésped se hubiera casado no necesitaba impedir su presencia en
la fiesta. Su esposa también habría sido bienvenida. Pero tenía sus
propios proyectos de placer, y éstos le parecían más deseables que
la fiesta a la cual había prometido asistir. Había aprendido a hallar
placer en la compañía de otras personas fuera del anfitrión. No pidió
que se le diera por excusado, y ni siquiera hizo una tentativa de ser
cortés en su rechazamiento. El “No puedo ir” era solamente un velo
que cubría el “No quiero ir”.
Todas las excusas revelaban una mente preocupada. Estos hués-
pedes en perspectiva habían llegado a estar completamente absortos
en otros intereses. La invitación que se habían comprometido a acep-
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tar fue puesta a un lado, y el amigo generoso quedó insultado por la
indiferencia de ellos.
Por medio de la gran cena, Cristo presenta los privilegios ofreci-
dos mediante el Evangelio. La provisión consiste nada menos que
en Cristo mismo. El es el pan que desciende del cielo; y de él surgen
raudales de salvación. Los mensajeros del Señor habían proclamado
a los judíos el advenimiento del Salvador. Habían señalado a Cristo
como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”
En la
fiesta que había aparejado, Dios les ofreció el mayor don que los
cielos podían conceder, un don que sobrepujaba todo cómputo. El
amor de Dios había provisto el costoso banquete, y había ofrecido
recursos inagotables. “Si alguno comiere de este pan—dijo Cristo—,
vivirá para siempre”
Pero para aceptar la invitación a la fiesta del Evangelio, debían
subordinar sus intereses mundanos al único propósito de recibir a
Cristo y su justicia. Dios lo dio todo por el hombre, y le pide que
coloque el servicio del Señor por encima de toda consideración
terrenal y egoísta. No puede aceptar un corazón dividido. El corazón
que se halla absorto en los afectos terrenales no puede rendirse a
Dios.