Página 198 - Palabras de Vida del Gran Maestro (1971)

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Palabras de Vida del Gran Maestro
nación egipcia, fue una representación de la vida de Cristo. Moisés
y muchos otros fueron testigos de Dios.
Al sacar a Israel de Egipto, Dios manifestó nuevamente su poder
y misericordia. Las obras maravillosas realizadas al librarlos del
cautiverio y la forma en que los trató en su viaje por el desierto, no
fueron únicamente para el beneficio de Israel. Habían de ser una
lección objetiva para las naciones circunvecinas. El Señor se reveló
a sí mismo como un Dios que estaba por encima de toda autoridad y
grandeza humanas. Las señales y maravillas que realizó en favor de
su pueblo mostraban su poder sobre la naturaleza y sobre los más
encumbrados adoradores de ella. Dios pasó por la orgullosa tierra
de Egipto así como pasará por la tierra en los últimos días. Con
fuego y tempestad, terremoto y muerte, el gran YO SOY redimió
a su pueblo. Lo sacó de la tierra de esclavitud. Lo guió a través
de “un desierto grande y espantoso, de serpientes ardientes, y de
escorpiones, y de sed”. Les sacó agua de “la roca del pedernal” y
los alimentó con “trigo de los cielos”
“Porque —como le dijo
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a Moisés—la parte de Jehová es su pueblo; Jacob la cuerda de su
heredad. Hallólo en tierra de desierto, y en desierto horrible y yermo;
trájolo alrededor, instruyólo, guardólo como la niña de su ojo. Como
el águila despierta su nidada, revolotea sobre sus pollos, extiende sus
alas, los toma, los lleva sobre sus plumas: Jehová solo le guió, que
no hubo con él dios ajeno”
Así los sacó para él, para que pudieran
morar bajo la sombra del Altísimo.
Cristo era el dirigente de los hijos de Israel en sus peregrinacio-
nes por el desierto. El los dirigió y guió rodeados por la columna
de nubes de día y la columna de fuego de noche. Los preservó de
los peligros del desierto, los llevó a la tierra prometida, y a la vista
de todas las naciones que no reconocían a Dios, estableció a Israel
como su posesión escogida, la viña del Señor.
A este pueblo le fueron confiados los oráculos de Dios. Se lo
rodeó con el vallado de los preceptos de su ley, los principios eternos
de verdad, justicia y pureza. La obediencia a esos principios había
de ser su protección, pues los salvaría de la destrucción propia por
las prácticas pecaminosas. Y, como la torre en la viña, Dios colocó
en medio de la tierra su santo templo.
Cristo era su instructor. Así como había estado con ellos en el
desierto, había de continuar siendo su maestro y guía. En el taber-