Página 219 - Palabras de Vida del Gran Maestro (1971)

Basic HTML Version

Ante el tribunal supremo
215
hombre hiciera de la ley. Si la ley pudiera haber sido cambiada o
puesta a un lado, entonces Cristo no habría necesitado ser muerto.
Por su vida sobre la tierra, él honró la ley de Dios. Por su muerte,
la estableció. El dio su vida como sacrificio, no para destruir la ley
de Dios, no para crear una norma inferior, sino para que la justicia
pudiera ser mantenida, para demostrar la inmutabilidad de la ley,
para que permaneciera para siempre.
Satanás había aseverado que era imposible para el hombre obe-
decer los mandamientos de Dios; y es cierto que con nuestra propia
fuerza no podemos obedecerlos. Pero Cristo vino en forma humana,
y por su perfecta obediencia probó que la humanidad y la divinidad
combinadas pueden obedecer cada uno de los preceptos de Dios.
“A todos los que le recibieron, dióles potestad de ser hechos hijos
de Dios, a los que creen en su nombre”
Este poder no se halla en
el agente humano. Es el poder de Dios. Cuando un alma recibe a
Cristo, recibe poder para vivir la vida de Cristo.
Dios exige que sus hijos sean perfectos. Su ley es una copia de
su propio carácter, y es la norma de todo carácter. Esta norma infinita
es presentada a todos a fin de que no haya equivocación respecto a la
clase de personas con las cuales Dios ha de formar su reino. La vida
de Cristo sobre la tierra fue una perfecta expresión de la ley de Dios,
y cuando los que pretenden ser hijos de Dios llegan a ser semejantes
[256]
a Cristo en carácter, serán obedientes a los mandamientos de Dios.
Entonces el Señor puede con confianza contarlos entre el número
que compondrá la familia del cielo. Vestidos con el glorioso manto
de la justicia de Cristo, poseen un lugar en el banquete del Rey.
Tienen derecho a unirse a la multitud que ha sido lavada con sangre.
El hombre que vino a la fiesta sin vestido de bodas representa
la condición de muchos de los habitantes de nuestro mundo actual.
Profesan ser cristianos, y reclaman las bendiciones y privilegios del
Evangelio; no obstante no sienten la necesidad de una transforma-
ción del carácter. Jamás han sentido verdadero arrepentimiento por
el pecado. No se dan cuenta de su necesidad de Cristo y de ejer-
cer fe en él. No han vencido sus tendencias heredadas o sus malos
hábitos cultivados. Piensan, sin embargo, que son bastante buenos
por sí mismos, y confían en sus propios méritos en lugar de esperar
en Cristo. Habiendo oído la palabra, vinieron al banquete, pero sin
haberse puesto el manto de la justicia de Cristo.