Página 265 - Palabras de Vida del Gran Maestro (1971)

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La verdadera riqueza
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El doctor dijo: “Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y
de toda tu alma, y de todas tus fuerzas, y de todo tu entendimiento;
y a tu prójimo como a ti mismo”. “Bien has respondido—contestó
Cristo—: haz esto y vivirás”.
El doctor de la ley no estaba satisfecho con la posición y las
obras de los fariseos. Había estado estudiando las Escrituras con
el deseo de conocer su verdadero significado. Tenía interés vital
en el asunto, y preguntó sinceramente: “¿Haciendo qué cosa?” En
su contestación referente a los requisitos de la ley, él pasó por alto
todo el cúmulo de preceptos ceremoniales y rituales. A éstos no les
atribuyó ningún valor, pero presentó los dos grandes principios de
los cuales depende toda la ley y los profetas. La alabanza que hizo el
Salvador de esta respuesta colocó a Cristo en una situación ventajosa
con respecto a los rabinos. No podían condenarlo por sancionar lo
que había sido presentado por un expositor de la ley.
“Haz esto y vivirás”, dijo Cristo. En su enseñanza, siempre pre-
sentaba la ley como una unidad divina, mostrando que es imposible
guardar un precepto y violar otro; porque el mismo principio los
enlaza a todos. El destino del hombre quedará determinado por su
obediencia a toda la ley.
Cristo sabía que nadie podía obedecer la ley por su propia fuerza.
El quería inducir al doctor a una investigación más clara y más crítica,
de manera que pudiera hallar la verdad. Únicamente aceptando la
virtud y la gracia de Cristo podemos guardar la ley. La creencia en
la propiciación por el pecado habilita al hombre caído a amar a Dios
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con todo el corazón, y a su prójimo como a sí mismo.
El doctor sabía que no había guardado ni los primeros cuatro ni
los últimos seis mandamientos. Fue convencido por las escrutadoras
palabras de Cristo, pero en vez de confesar su pecado, trató de excu-
sarlo. En vez de reconocer la verdad, trató de mostrar cuán difícil
era cumplir los mandamientos. Así esperaba rechazar la convicción
y defenderse ante los ojos del pueblo. Las palabras del Salvador
habían demostrado que esa pregunta era innecesaria, puesto que
él pudo contestarse a sí mismo. Sin embargo, hizo otra pregunta
diciendo: “¿Quién es mi prójimo?”
Nuevamente Cristo rehusó entrar en controversia. Contestó la
pregunta relatando un caso cuyo recuerdo estaba fresco en la memo-
ria de sus oyentes. “Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y