Página 14 - Recibir

Basic HTML Version

El representante de Cristo, 5 de enero
Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me
fuese, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré.
Juan 16:7
.
“Espíritu de verdad” es el nombre que se da al Consolador. Su obra consiste
en definir y mantener la verdad. Primero habita en el corazón como el Espíritu
de verdad; de este modo, llega a ser el Consolador. En la verdad hay tranquilidad
y paz, lo cual no se puede hallar en el error. Satanás conquista el poder sobre
la mente a través de falsas teorías y tradiciones. El enemigo logra desfigurar
el carácter e imponer la adopción de falsas normas. Mediante las Escrituras el
Espíritu Santo habla a la mente, e imprime la verdad en el corazón. De este modo
expone el error y lo expulsa del creyente. Por el Espíritu de verdad, obrando por
intermedio de la Palabra de Dios, Cristo une a los suyos a sí mismo.
Al describir a sus discípulos la obra del Espíritu Santo, Jesús quiso inspirarlos
para que alcanzaran el mismo gozo y la alegría que llenaba su propio corazón. Se
regocijó con la ayuda abundante que había provisto para su iglesia. El Consolador
era el más excelso de los dones que podría solicitar al Padre con el propósito
de exaltar a su pueblo. Fue dado como el agente regenerador, y sin este don el
sacrificio de Cristo hubiera sido en vano. Por siglos el poder maligno se había
fortalecido hasta el punto que era asombrosa la sumisión del hombre a la cautividad
satánica. El pecado puede ser resistido y vencido únicamente por la intervención
poderosa de la tercera persona de la Deidad, que no vendría con una energía
modificada, sino en la plenitud del poder divino. El Espíritu es el que hace efectivo
lo que logró el Redentor del mundo. Mediante el Consolador el corazón se purifica.
Gracias a su obra el creyente llega a ser participante de la naturaleza divina. Cristo
nos dio el divino poder de su Espíritu para que podamos vencer las tendencias al
mal, sean heredades o cultivadas, y para imprimir en la iglesia su propio carácter.—
The Review and Herald, 19 de noviembre de 1908
.
[16]
10