Página 101 - La Segunda Venida y el Cielo (2003)

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La tierra renovada
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y vimos la gran ciudad con doce cimientos y doce puertas, tres
en cada uno de sus cuatro lados y un ángel en cada puerta. Todos
exclamamos: “¡La ciudad! ¡la gran ciudad! ¡ya baja, ya baja de Dios,
del cielo”. Descendió, pues, la ciudad, y se asentó en el lugar donde
estábamos.
Comenzamos entonces a mirar las espléndidas afueras de la
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ciudad. Allí vi bellísimas casas que parecían de plata, sostenidas por
cuatro columnas engastadas de preciosas perlas muy admirables a
la vista. Estaban destinadas a ser residencias de los santos. En cada
una había un anaquel de oro. Vi a muchos santos que entraban en las
casas y, quitándose las resplandecientes coronas, las colocaban sobre
el anaquel. Después salían al campo contiguo a las casas para hacer
algo con la tierra, aunque no en modo alguno como para cultivarla
como hacemos ahora. Una gloriosa luz circundaba sus cabezas, y
estaban continuamente alabando a Dios.
Vi otro campo lleno de toda clase de flores, y al cortarlas, excla-
mé: “No se marchitarán”. Después vi un campo de alta hierba, cuyo
hermosísimo aspecto causaba admiración. Era de color verde vivo,
y tenía reflejos de plata y oro al ondular gallardamente para gloria
del Rey Jesús. Luego entramos en un campo lleno de toda clase de
animales: el león, el cordero, el leopardo y el lobo, todos vivían allí
juntos en perfecta unión. Pasamos por en medio de ellos, y nos si-
guieron mansamente. De allí fuimos a un bosque, no sombrío como
los de la tierra actual, sino esplendente y glorioso en todo. Las ramas
de los árboles se mecían de uno a otro lado, y exclamamos todos:
“Moraremos seguros en el desierto y dormiremos en los bosques”.
Atravesamos los bosques en camino hacia el monte de Sion...
En el trayecto encontramos a un grupo que también contempla-
ba la hermosura del paraje. Advertí que el borde de sus vestiduras
era rojo; llevaban mantos de un blanco purísimo y muy brillantes
coronas. Cuando los saludamos pregunté a Jesús quiénes eran, y me
respondió que eran mártires que habían sido muertos por su nombre.
Los acompañaba una innúmera hueste de pequeñuelos que también
tenían un ribete rojo en sus vestiduras. El monte de Sion estaba
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delante de nosotros, y sobre el monte había un hermoso templo.
Lo rodeaban otros siete montes donde crecían rosas y lirios. Los
pequeñuelos trepaban por los montes o, si lo preferían, usaban sus
alitas para volar hasta la cumbre de ellos y recoger inmarcesibles flo-