Página 370 - Testimonios para los Ministros (1979)

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Testimonios para los Ministros
les ha dado a propósitos impíos, para servir a la concupiscencia, se
deshonra a Dios y ellos se arruinan.
Cuando os dediquéis a adorar a un hombre o a una mujer, recor-
dad que está presente el mismo Testigo que en la fiesta de Belsasar.
En esa ocasión, cuando estaban en plena orgía, cuando Dios había
sido olvidado, cuando los sentidos carnales estaban encendidos, una
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sensación de terror se posesionó de toda alma. La copa que el rey es-
taba alabando e idolatrando cayó de su mustia mano, y en el lenguaje
del Espíritu de Dios, “el rey palideció, y sus pensamientos lo turba-
ron, y se debilitaron sus lomos, y sus rodillas daban la una contra
la otra”. Una mano misteriosa, exangüe, estaba escribiendo sobre el
muro. Esos dedos misteriosos, que pertenecían a un poder invisible
y eran guiados por él, escribieron caracteres igualmente misteriosos,
ininteligibles para esos despavoridos disolutos. Una luz como el
relámpago seguía a la formación de cada letra, y permanecía allí,
como si fueran caracteres vivos, de pasmoso y terrible significado
para todos los que los contemplaban.
“Mene, mene, tekel, uparsin”
.
Su misma ignorancia de aquellas letras trazadas sobre el muro, que
seguían irradiando luz, infundía terror a sus corazones pecaminosos.
Sus conciencias, al despertar, interpretaron estas palabras como una
denuncia contra ellos. El recelo, el temor y la alarma se apoderaron
del rey y de los príncipes.
Belsasar—aterrado por esa demostración del poder de Dios, que
revelaba que había un testigo, aunque ellos no lo sabían—había
tenido grandes oportunidades de conocer las obras del Dios viviente
y su poder, y de hacer su voluntad. Había tenido el privilegio de
tener mucha luz. Su abuelo, Nabucodonosor, había sido amonestado
acerca del peligro de olvidar a Dios y glorificarse a sí mismo. Belsa-
sar sabía que su abuelo había sido desterrado de la sociedad de los
hombres para vivir entre las bestias del campo; y esos hechos, que
debieran haber sido una lección para él, fueron desoídos, como si
nunca hubieran ocurrido; y continuó repitiendo los pecados de su
abuelo. Se atrevió a cometer los crímenes que acarrearon los juicios
de Dios sobre Nabucodonosor. Fue condenado, no sólo porque es-
taba obrando impíamente, sino también por no haber aprovechado
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las oportunidades de ser recto, y las cualidades que, si las hubiera
cultivado, le hubieran ayudado a serlo.