Página 72 - Testimonios para los Ministros (1979)

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Testimonios para los Ministros
almas estén orando por el soplo vital del Espíritu; porque estamos a
punto de morir si no recibimos ese soplo.
Hemos de orar por la recepción del Espíritu como el remedio
para las almas enfermas de pecado. La iglesia necesita convertirse,
¿y por qué no hemos de postrarnos ante el trono de la gracia, como
representantes de la iglesia, y con corazón quebrantado y espíritu
contrito elevar fervientes súplicas para que el Espíritu Santo sea
derramado sobre nosotros desde lo alto? Oremos porque cuando
sea generosamente concedido, nuestros fríos corazones revivan, y
tengamos discernimiento para comprender que procede de Dios, y
lo recibamos con gozo. Algunos han tratado al Espíritu como a un
huésped indeseado, negándose a recibir el rico don, apartándose de
él, y condenándolo como fanatismo.[
veasé el Apéndice.
]
Cuando el Espíritu Santo mueve al agente humano no nos pre-
gunta en qué manera ha de proceder. A menudo actúa de maneras
inesperadas. Cristo no vino en la forma en que los judíos lo espera-
ban. No vino de una manera tal que los glorificara como nación. Su
precursor vino a preparar el camino delante de él, llamando al pueblo
a arrepentirse de sus pecados, a convertirse y bautizarse. El mensaje
de Cristo fue: “El reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed
en el Evangelio”. Los judíos rehusaron recibir a Cristo, porque no
vino según la forma en que lo esperaban. Las ideas de hombres
finitos fueron tenidas por infalibles, porque eran muy antiguas.
Este es el peligro al cual la iglesia se halla expuesta ahora, es
a saber, que las invenciones de hombres finitos señalen la forma
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precisa en que debe venir el Espíritu Santo. Aunque no quieran
reconocerlo, algunos ya han hecho esto. Y porque el Espíritu viene,
no para alabar a los hombres o para sustentar sus teorías erróneas,
sino para convencer al mundo de pecado, de justicia y de juicio,
muchos se apartan de él. No están dispuestos a ser despojados de las
vestimentas de su justicia propia. No están dispuestos a cambiar su
justicia, que es injusticia, por la justicia de Cristo, que es la verdad
pura no adulterada. El Espíritu Santo no adula a ningún hombre, ni
trabaja de acuerdo con el designio de hombre alguno. Los hombres
finitos, pecadores, no han de manejar al Espíritu Santo. Cuando éste
venga como reprobador, por medio de cualquier agente humano a
quien Dios escoja, el lugar del hombre es oír y obedecer su voz.