Página 80 - Testimonios para los Ministros (1979)

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Testimonios para los Ministros
collantes de su pasada actuación como opositores son considerados
por ellos preciosos tesoros que deben ser celosamente guardados. Y
el odio y la saña que inspiraron aquellos actos se concentran ahora
contra los apóstoles.
El Espíritu de Dios manifestó su presencia a aquellos que, sin
importarles el temor o el favor de los hombres, declaraban la verdad
que les había sido encomendada. Bajo la demostración del poder del
Espíritu Santo, los judíos vieron su culpa al rechazar la evidencia
que Dios había enviado; pero no quisieron cejar en su malvada
resistencia. Su obstinación se hizo cada vez más decidida y obró
la ruina de sus almas. No es que no pudiesen ceder, pues podían
hacerlo; sin embargo no quisieron. No se trataba sólo de que habían
sido culpables y merecían ser objetos de la ira, sino que se armaron
a sí mismos de los atributos de Satanás, y con toda determinación
continuaron oponiéndose a Dios. Día tras día, al rehusar arrepentirse,
renovaban su rebelión. Se estaban preparando para cosechar lo que
habían sembrado. La ira de Dios no se declara contra los hombres
meramente a causa de los pecados que han cometido, sino porque
deciden permanecer en un estado de resistencia, y, aun cuando tienen
luz y conocimiento, siguen repitiendo sus pecados del pasado. Si
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quisieran someterse, serían perdonados; pero están determinados a
no rendirse. Desafían a Dios con su obstinación. Estas almas se han
entregado a Satanás, y él las domina según su voluntad.
¿Qué ocurrió con los rebeldes habitantes del mundo antedilu-
viano? Después de rechazar el mensaje de Noé, se entregaron al
pecado con mayor abandono que nunca antes, y duplicaron la enor-
midad de sus prácticas corruptas. Aquellos que se niegan a reformar-
se rehusando aceptar a Cristo, no encuentran en el pecado nada que
los reforme; su mente está resuelta a seguir albergando el espíritu de
rebelión, y no se ven ni nunca se verán obligadas a la sumisión. El
juicio que el Señor trajo sobre el mundo antediluviano declaró su
incurabilidad. La destrucción de Sodoma proclamó que los habitan-
tes del territorio más hermoso del mundo estaban irreversiblemente
entregados al pecado. El fuego y azufre del cielo consumieron todo
lo que había, excepto a Lot, su esposa y dos hijas. La esposa, al
mirar hacia atrás, desoyendo la orden de Dios, se volvió una estatua
de sal.