Página 286 - La Temperancia (1976)

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La Temperancia
lo tanto, cuán importante es la misión de los que han de formar los
hábitos e influir en las vidas de la generación que surge Tratar con
las mentes es la mayor obra jamás confiada a los hombres. El tiempo
de los padres es demasiado valioso para gastarlo en la complacencia
del apetito o para ir en pos de la riqueza o de la moda. Dios ha
colocado en sus manos a la preciosa juventud no sólo para que se
la capacite para un lugar de utilidad en esta vida, sino para que sea
preparada para las cortes celestiales. Siempre debiéramos tener en
cuenta la vida futura y trabajar de tal manera que cuando lleguemos
a las puertas del paraíso, podamos decir: “He aquí, yo y los hijos
que me dio Jehová”.
Pero en la obra de la temperancia hay deberes que recaen sobre
los jóvenes que nadie puede hacer por ellos. Si bien es cierto que
los padres son responsables por el sello del carácter tanto como por
la educación y preparación que dan a sus hijos e hijas, sigue siendo
verdad que nuestro puesto y utilidad en el mundo dependen, en gran
manera, de nuestro propio curso de acción.
El noble ejemplo de Daniel
—En ninguna parte encontraremos
una ilustración más abarcante y vigorosa de la verdadera temperancia
y sus bendiciones inherentes, que en la historia del joven Daniel y
sus compañeros en la corte de Babilonia. Cuando fueron elegidos
para que se les enseñara la sabiduría y la lengua de los caldeos,
para que pudieran “estar en el palacio del rey”, “les señaló el rey
ración para cada día, de la provisión de la comida del rey, y del vino
que él bebía”. Pero “Daniel propuso en su corazón no contaminarse
con la porción de la comida del rey, ni con el vino que él bebía”.
Esos jóvenes no sólo rehusaron beber del vino del rey, sino que se
abstuvieron de los manjares de su mesa. Obedecieron la ley divina,
tanto natural como moral. Con sus hábitos de moderación se unían
fervor de propósito, diligencia y firmeza. Y el resultado muestra la
sabiduría de su proceder.
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Dios siempre honra lo correcto. Los jóvenes más promisorios de
todos los países subyugados por el gran conquistador habían sido
reunidos en Babilonia; sin embargo, en medio de todos ellos, los
cautivos hebreos no tenían rival. Su forma erecta, su paso firme y
elástico, la belleza de su rostro que mostraba que su sangre estaba
incontaminada, los sentidos no embotados, el aliento impoluto: todos
eran otros tantos certificados de buenos hábitos, insignias de la